Hace casi seis años me tocó ir a coordinar un taller de ensayo literario en Lerdo, Durango. Se vivía un momento especialmente difícil en la Comarca Lagunera. Al llegar a Torreón, lo que me recibió fue un convoy fuertemente artillado que patrullaba el aeropuerto; luego, al pasar por el centro de la ciudad (desierto, lleno de locales comerciales cerrados o abandonados, un pueblo fantasma), vi más y más patrullas que rodeaban las plazas, los edificios de gobierno, en actitud de esperar que sucediera algo. El día anterior había sido abatido un hombre poderoso y estaban velándolo (luego un comando se llevaría su cadáver). Al atardecer, todo se paralizaba: no circulaban vehículos por las calles, mucho menos gente. Antes de que el sol terminara de caer, se desplomaba sobre el paisaje un silencio ominoso. Siniestro.
Yo me alojaba en Torreón; iban por mí para llevarme a Lerdo, que queda enseguidita de Gómez Palacio. El taller era en una casa de la cultura sostenida, principalmente, por profesores jubilados, que ponían a disposición de la gente una pequeña biblioteca, clases de música, de pintura, etcétera. Con enormes trabajos. Y las personas que acudieron al taller (unas doce, quince) me contaron cómo era vivir en medio de las balaceras diarias, cuánto habían sufrido extorsiones, secuestros, cómo tenían parientes desaparecidos o asesinados. «Yo ahorita estoy aquí, pero no sé si voy a regresar vivo hoy a mi casa», me dijo un joven maestro de primaria, y los demás sabían a qué se refería. Una señora mayor nos confió: «Lo que más rabia me da es tener que estar agradecida de que no me hayan matado». Lo más asombroso, para mí, era que estuvieran ahí para platicar de libros. Que todavía pudieran hacerlo.
El amigo que pasaba al hotel por mí y luego me llevaba de regreso también me platicaba cómo estaban las cosas. Íbamos sólo los dos en su camioneta, y, a pesar de eso, todo el tiempo me hablaba en voz baja, en especial cuando se refería a los que llamaba «los malos». El volumen de su relato estaba modulado por el miedo.
Estos días, en Guadalajara, he estado recordando de un modo muy vivo aquello. Aquel estupor, aquella voz baja, aquellas personas inermes y heroicas. Y el miedo.
J. I. Carranza
Mural, 31 de mayo 2018