Etiqueta: Política mexicana

Merecidísimos

¿Y de qué nos admiramos? Si desde hace mucho que sabemos que son unas fichitas. Pendencieros y alebrestados, machitos urgidos de demostrar con sus exabruptos y sus manotazos que nadie puede ganarles, que ellos se imponen y someten, que ellos valen más y sólo ellos importan. Vociferan e insultan, practican su pedestre sarcasmo apenas como anticipo de sus invectivas francas y sus eructos de resentimiento y odio. Nada les duele más que ser humillados, pero el problema es que todo parece resultarles humillante. La mera existencia del otro la encuentran afrentosa. Y por eso se quitan el saco y se arremangan y se aflojan la corbata y sacan el pecho y se organizan con sus secuaces para atacar y en los ojos les brilla la ilusión al verse en ocasión de desfogar su rabia. Se trenzan con furor casi erótico, apasionados e impacientes, salivando y jadeando. Aunque no lleguen a los golpes, y se limiten a gritonearse entre la curul y la tribuna, o cuando corean las consignas acordadas para sobajar al otro, o despliegan sus performances chafas —no se sabe si queriendo ser chistosos, provocadores, dramáticos, pero en todo caso son patéticos—, o se solazan en sus desplantes y majaderías, en sus risitas sarnosas y sus señas obscenas; aunque no lleguen a los golpes, decíamos, y sólo se reten y se escupan sus bravuconerías, en sus sueños están batiéndose como gladiadores en la arena de la Historia, compitiendo por ver quién tiene más razón y más derecho, más autoridad y mejor prestigio, más poder y por tanto más fulgor y más gloria. Pero son sueños, y los sueños sueños son: en realidad, si tiran patadas y dan empujones y levantan el dedito admonitorio y se lanzan sus escupitajos en forma de reproches y acusaciones y retos y nos vemos a la salida, y a mí no me hablas así, y cállate y déjame hablar, y te voy partir tu madre; si no les importa exhibirse como macacos en celo desatados y furiosos, es porque en realidad están cuidando su modus vivendi y las prebendas de que han ido haciéndose y los contubernios que han ido tramando y las fortunas que han ido amasando, y porque quieren a toda costa seguir disfrutando de la libertad que, a su vez, les permite disfrutar de todo eso que tienen y han conseguido, siempre y sólo para sí mismos. Sus broncas son por el territorio que según ellos les corresponde y que han ganado, y para no acabar encarcelados o prófugos o al menos hechos a un lado (deberíamos volver a la práctica del ostracismo). Se llenan las fauces con entelequias como Pueblo, Patria o Ley, pero sólo porque creen que así serán más inmunes y estarán más seguros en su fuero, para seguir medrando. 

      ¿De qué nos admiramos, pues? ¿No siempre hemos sabido quiénes eran, qué los mueve y de qué son capaces? Pandilleros rapaces, matones y cínicos, malformaciones y tumores y parásitos y callos y granos fétidos y heridas supuratorias en toda la economía corporal de la Nación. La palabra más fea del idioma español acaso sea pus: ellos son la pus de México. Porque estarán, sí, los criminales, y también todos los demás corruptos y todos los demás vividores y aprovechados y transas y abusivos y defraudadores y violentos y mentirosos y preverbales impostores y desvergonzados, pero si están es gracias a ellos: a que ellos, en los recintos desde donde habría de armonizarse nuestra existencia como sociedad, en lugar de trabajar en ello se la pasan ocupándose de estupideces y gritándose y dándose zapes (ni siquiera para eso son buenos: si ya van a agarrarse, por lo menos rómpanse bien el hocico). Gracias a ellos, que solapan y pactan y se cuidan entre ellos las espaldas y tapan y desvían y alzan la mano cuando es preciso ejecutar sus coreografías acríticas y rastreras y luego salen, untuosos y planchaditos, a declarar sus fábulas hechas con elocuentes naderías, y, mientras, siguen cobrando lindamente y dándose opimas vacaciones, hozando en abundantes banquetes, rodeados de achichincles de funciones indiscernibles pero sin duda bien pagadas, y distrayendo además para sí los recursos que sea posible, y asegurándose las mejores condiciones para seguir medrando en otros lados; gracias a ellos, vaya, es que las leyes en este país las cumple quien quiere, y, si no, no importa.

      ¿Entonces? ¿Se justifican nuestra sorpresa y nuestra consternación al presenciar su más reciente zacapela, su vulgaridad y su cobardía de esta semana, sus lamentaciones y sus supuestas indignaciones? Hay, creo, algo aún más grave que eso que vimos, y es el hecho de que llevemos años viéndolo, décadas, sin que nada nos haya resultado suficiente para pararlos en seco. Es, sí, la degradación de la política (¿quiénes han sido los últimos políticos mínimamente decentes en este país? ¿Heberto Castillo? ¿Carlos Castillo Peraza? ¿Jesús Reyes Heroles?). Pero también la de toda la sociedad, que cada tres y cada seis años sigue haciéndoles el juego y dándoles votos (o consintiendo que se los roben), que no clama por su defenestración y por su encarcelamiento, que acaso los vea como campeones de las más innobles causas, que son las causas de nuestra perdición sin remedio. Abyectos, soeces, viles, ridículos y malolientes, son todavía algo peor: sin escapatoria, y porque así lo hemos permitido, son nuestros representantes. Y cumplen con esa función de modo inobjetable y puntual. Nos los merecemos.

J. I. Carranza

Mural, 31 de agosto de 2025.

Frivolidad

Hasta antes de la primera salida del PRI de Los Pinos, o tal vez más atrás, en los alrededores del fin del mandato de Salinas, el signo distintivo en las formas de la política mexicana era la solemnidad. El comportamiento en público de las figuras más visibles de todo el elenco estatal, del presidente de la República al síndico del municipio más remoto y olvidado, se regía tácitamente por unas ansias de compostura y respetabilidad —merecida o no—, y los rituales cívicos se cumplían a rajatabla, desde los honores a la bandera en la primaria rural de aquel mismo municipio hasta la ceremonia de traspaso de la banda presidencial, cada cambio de sexenio. Pensé en Salinas porque quizás el primer gran desfiguro inesperado que presenciamos tuvo lugar la noche en que lo vimos ponerse en huelga de hambre porque habían arrestado a su hermanito (traía una chamarra de velador y se había ido a pasar la noche a una colonia popular de Monterrey).

       Con Zedillo, sin embargo, todo quería ser todavía serio hasta el sopor, y las salidas de tono del presidente (como cuando calló a gritos a una señora que lo estaba interrumpiendo) eran excepcionales y vistas con incredulidad, pues aquello de la famosa «investidura presidencial» aún era una especie de dogma de fe, que no había sido puesto en duda ni siquiera con las excentricidades de López Portillo —galán descocado e histrión fallido, alguna vez se hizo filmar sin camisa haciendo lagartijas y levantando pesas, y se creía la reencarnación de Quetzalcóatl, pero su actuación mejor fue cuando se puso a chillar y nacionalizó la banca.

       Pero luego llegó Fox y pronto todo aquel envaramiento, el cuidado de las formas y de los símbolos, se canjeó por la frivolidad cada vez más incontenible. Dicharachero, bravucón, según él sarcástico, pero en realidad nomás payaso, ignorante y terco, con sus exhibiciones de superficialidad (y las de su esposa) no hacía sino tratar de envolver la formidable decepción histórica que les entregó a los millones de ilusos que pensaron que iba a servir de algo. ¿Para eso se había batallado tanto, al menos desde el 68? ¿Para que tuviéramos a semejante cabeza hueca al frente de la nación? (No sabíamos lo que nos esperaba, casi un cuarto de siglo después).

       Es cierto que mucho quiere decir de nuestra inmadurez democrática el hecho de que siempre estemos prestando tanta atención a los protagonistas más conspicuos de la vida pública del país. Al igual que pasa con esas estrellas de la farándula cuya fama se debe no a sus películas ni a sus canciones, sino sobre todo a sus correrías, a los chismes que levantan, a los aparatosos accidentes de sus vidas sentimentales o a las garras que se ponen, los gestos y los dichos de los políticos mexicanos terminan por importar más que sus hechos y sus razones, más que los intereses reales a los que sirven y más que las artimañas de que se valen para violar la ley sin ninguna consecuencia. Y estamos en tal medida embobados en la contemplación de sus modos de conducirse y de sus sandeces que olvidamos preguntarnos qué hay detrás: por qué quieren lo que quieren.

       Los aspavientos de autoridad y firmeza que quiso hacer Calderón degeneraron en una serie de arbitrariedades cuyas consecuencias sangrientas seguimos sufriendo, y aun así él mismo se permitía ir por la vida con una risita sarnosa, burlona, que le servía para vehicular su autosuficiencia y su arrogancia y su altanería. Y con Peña Nieto asistimos a un intento desesperado de restauración de la solemnidad, pero el presidente era tan rematadamente tonto (asustadizo, preverbal, incapaz de ninguna ironía) que todos sus esfuerzos por parecer honorable sólo redoblaban su ridiculez. Además, a propósito de aquello de la farándula, en su caso se había decidido abrazarla descaradamente, emparejándolo con una actriz que supuestamente habría de robarse el corazón del pueblo y convertirse ¿en una especie de Evita?, pero el guion era tan chafa, y los protagonistas tan insípidos, que toda la telenovela salió mal.

       Y así hasta que llegamos al triunfo absoluto de la frivolidad, la chapucería, la patraña, el cinismo —lo que resulta de revolver la impunidad con la desvergüenza— y la mera tontería estatuida como línea de gobierno. No se trata, hoy, solamente del cotidiano despliegue de disparates entremezclados con invectivas, mentiras, exageraciones, rencores, traumas y absurdos (la mezcolanza infaliblemente insólita de las «mañaneras»): a excepción de quienes sufren directamente las consecuencias más dramáticas y dolorosas del estropeado estado de las cosas, que son las víctimas de la violencia y de la criminalidad enloquecidas, a nadie parece extrañarle cómo se ha impuesto en nuestra atención un temario principalmente compuesto por las estupideces que el presidente, su partido, sus adversarios y —lo peor— la prensa quieren que nos absorban. La larguísima víspera de la jornada electoral de 2024, por ejemplo, con su tsunami de personajes grotescos, derroches obscenos, palabrerías inservibles, comisión de todo tipo de delitos y ostentación de vilezas. ¿Por qué tenemos que estar ocupándonos de las «corcholatas», de la ineptísima oposición, de todas sus miserias morales, mientras el país es un campo de exterminio y a la vez una fosa que crece incesantemente? La frivolidad puede ser perversa.

J. I. Carranza

Mural, 28 de mayo de 2023.

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