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La ardua belleza

Se lo leí alguna vez al novelista Luis Panini, probablemente durante el encierro más rudo de la pandemia: que László Krasnahorkai era el mejor escritor vivo. Pienso que fue entonces porque recuerdo haber experimentado una contrariedad automática o instintiva ante semejante afirmación, de modo que compré de inmediato un libro del húngaro, para comprobar o desmentir mejor aquello, y lo compré en formato electrónico, obviamente: en la imposibilidad de visitar librerías, mi iPad fue atestándose entonces con descargas que me hacían ilusionarme con que seguía habiendo vida en el planeta, más allá del silencio que veíamos crecer incesantemente cada tarde desde nuestro balcón. Melancolía de la resistencia. Como imagino que le sucederá a cualquiera que abre por primera vez un libro de este autor, no podía sospechar la perturbación que me aguardaba. La conmoción. Y mucho antes de terminar la lectura, ya le daba la razón a Panini, sin reservas.

      Algo al respecto escribí en este periódico hace casi un año, cuando Krasznahorkai visitó Guadalajara. La afirmación acerca del mejor escritor vivo es, al mismo tiempo, imposible y posible, y ello se debe a que se trata de una certeza que solamente cabe sostener por cuenta propia, a partir del juicio personalísimo, pues no hay forma de demostrarla… aunque tampoco hay forma de que nadie la contradiga. Tiene que ver con la medida en que un autor suscita acontecimientos altamente significativos en la experiencia de cada lector, o revelaciones que le permiten atisbar el sentido profundo de algo (acaso de su comparecencia en la realidad, acaso de la realidad misma). O bien ocurre que una lectura se imbrica de manera misteriosa pero decisiva en nuestra afectividad, de tal manera que se vuelve inviable separar lo que sentimos de lo que entendemos… Las razones son tan numerosas como la incognoscible cantidad de lectores que en el mundo son. Y, por ello, uno puede acceder a esa certeza, absoluta y difícilmente removible, la de que se ha encontrado al mejor escritor vivo, al leer por ejemplo acerca de la ominosa llegada de una ballena gigantesca a una ciudad inmersa en una tensión insoportable y muy arduamente discernible, cuyos habitantes presienten que en ese arribo está cifrado el inminente e irreversible caos que arrasará con todos. O bien al leer la historia de György Korin, el nervioso y acaso angélico archivista que ha descubierto un valiosísimo manuscrito que él sabe que salvará a la humanidad, y, al mismo tiempo, que la cabeza de los humanos se sostiene sobre la columna sin tener en realidad ningún punto de apoyo, sujeta como va por los tendones y los músculos del cuello, pero a punto siempre de caer y rodar y no nos hemos dado cuenta (Guerra y guerra).

      Leí estos días, en la revista La Tempestad, un buen ensayo de Nicolás Cabral en el que brinda algunas orientaciones para identificar los asuntos y los móviles de la obra de Krasznahorkai, al tiempo que propone algunas razones de la singularidad extrema de esa obra y de los significados que podemos ir descubriendo. Yo quiero regresarme aquí a lo que ocurrió el año pasado en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, donde el autor de Tango satánico leyó el discurso con el que había recibido, poco antes, el Prix Formentor que le entregaron en Marrakech: un relato, en realidad, que desvelaba algunas claves acerca de su propia historia y su relación con Gyula, su ciudad natal, y al final del cual listaba una serie de agradecimientos asombrosos (al Renacimiento italiano, a Faulkner, a Bach «el divino», «a la naturaleza creada, al príncipe Siddharta, a la lengua húngara, a Dios»). Un trance, una iluminación, la difícilmente formulable certidumbre de haber quedado en posesión de un conocimiento fundamental. Algo así fue —fue mucho más, pero sospecho que eso mucho entra en la esfera de lo inefable—, y desde entonces he venido pensando en que se trata de lo que ocurre cuando estamos en presencia de la belleza, sin más. Y por encima de todo.

      Que la Academia Sueca haya reconocido a un este autor da esperanzas, quiero creer: de que las veleidades y los sesgos ideológicos y políticos pueden dejar de importar por una vez en este mundo aturdido, y de que la literatura que importa prevalecerá sobre la confusión y la indigencia intelectual y moral que son signos de las sociedades modernas. Suele darse por hecho que el arte debe ser accesible, que la mínima dificultad justifica dejar a un lado una obra y buscar otra cosa. Que la claridad y la sencillez son virtudes siempre deseables, y que los libros preferibles son los que se dejan leer con toda naturalidad. Pero estas suposiciones son consecuencia, principalmente, del fracaso de la educación a lo largo de varias generaciones, y de un mercado que se aprovecha de nuestra pereza y nuestra negligencia, y para ello nos pone al alcance libros que no dan problemas. Cuando el arte existe justamente para eso: para complicarnos la existencia en formas que no imaginamos siquiera. Como sucede con los libros de Krasznahorkai: un autor que es todo lo contrario de quienes se bastan con una sintaxis transitable para rozar apenas la superficie de las cosas, y son por ello prescindibles, desechables, y terminarán por ser insignificantes y olvidados. La literatura como la del húngaro está condenada a ser eterna..

J. I. Carranza

Mural, 12 de octubre de 2025.

El mejor escritor

(Hace casi un año László Krasznahorkai estuvo en Guadalajara. Entonces publiqué este artículo).

¿Quién es el mejor escritor vivo? Es una pregunta que carece de respuesta y, al mismo tiempo, puede ser respondida lealmente e inequívocamente por cada lector. Una de las razones más importantes para que la FIL siga existiendo es que nos facilita, a muchos lectores, ver en carne y hueso a quien pensamos que merece ese título. Habrá casos en que ese encuentro jamás sucederá, por desgracia. Pero también pasa incontables veces, para fortuna de miles y miles. Y no importa si el autor es muy famoso o no, si tiene menos o más medallas que otros, si la crítica lo ensalza o lo encuentra objetable o si tiene o no las virtudes que le garanticen la inmortalidad: importan solamente la convicción y la emoción de quien, al leerlo, ha decidido y cree firmemente que nadie podría llegar más lejos.

      Ayer, movido por esa convicción y exaltado por esa emoción tan íntima, tan difícilmente comunicable, fui a oír a quien creo que es el mejor escritor vivo: el húngaro László Krasznahorkai, que visitó Guadalajara para brindar a sus lectores una lectura del discurso con que aceptó, en septiembre pasado, el Prix Formentor: el prestigioso galardón literario cuya tradición honrosísima inauguraron, en 1961, Jorge Luis Borges y Samuel Beckett. «Si me dieran el Nobel, usaría el Formentor como escudo», declaró a la prensa cuando se dio la noticia. Gracias al convenio entre la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara y la Fundación Formentor fue que el autor de Melancolía de la resistencia estuvo en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz. 

      Y lo que leyó… ¿Cómo describirlo? Fue un relato, titulado «No olvida, pero quiere», informado por algunas de las preocupaciones centrales de su obra —la voluntad de materializar lo más decisivo e inalcanzable de la condición humana—, a partir de una poderosa evocación de su ciudad natal, Gyula, y de determinados personajes en los que se cifran los misterios y prodigios que constituyen la existencia: una condensación de la belleza más alta que pueden proponerse las palabras. Y, al final, una serie de agradecimientos asombrosos: a Thomas Pynchon, por ejemplo, «mi querido amigo, a quien debo profunda gratitud, pues consiguió que me gustara la pizza», pero también a «los escribas de la China imperial», «a las primeras treinta y una muchachitas de las que me enamoré perdidamente», o «a la lengua húngara, a Dios».

      Sigo sin dar crédito. Creo que nunca, en toda mi historia con la FIL, había experimentado tal conmoción —si no aplaudí más ruidosamente fue porque tenía que secarme las lágrimas—. La Biblioteca llena de lectores, Krasznahorkai sonriente y generoso, firmando los libros que le acercaron, y sobrevolando encima de todo el misterio y el encantamiento de lo que se oyó ahí. Ojalá que algo parecido les suceda a todos los lectores que, en la feria, vean y oigan a quien saben que es el mejor escritor vivo. Para esto sirve la FIL.

J. I. Carranza

Mural, 5 de diciembre de 2024.

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