Serían hilarantes, admirables en su inverosimilitud fantástica, los colmos a los que llegan algunos de los más conspicuos actores de la vida pública actual en México, o serían irrelevantes, en su vulgaridad y su bajeza, y más nos valdría siempre dirigir la vista a otro lado, hacer como si no existieran; serían, en fin, esas cotas que saben alcanzar de modo asombroso, y que superan todos los días, expresiones de su miseria de las que podríamos desentendernos sin pérdida alguna… de no ser porque redundan inevitablemente en la cancelación de las posibilidades concretas para que el grueso de la población encuentre justicia en este país, y también para que deje de vivir con miedo, esa población, en el agobio que impone la lucha por la subsistencia; de no ser, en suma, porque al sucederse incesantemente esos excesos y esas desvergüenzas y esas trapacerías, con todo su desdén por cualquier forma de elemental decencia, afirman de modo más irremediable qué lejos que estamos de dejar atrás tanta locura y tanta ruindad.

       Más de una vez he reparado aquí en el peligro de creer que todo tiempo pasado fue mejor: no sólo es indemostrable siempre, sino que al creerlo uno se proscribe del presente y empieza a perdérselo. Sin embargo, tiene sentido abstenerse de generalizaciones y echar miradas a lo que queda atrás si se busca identificar dónde se torció algo, qué habría que tener en cuenta para que no vuelva a torcerse (es el sentido que tiene el estudio de la Historia, supongo). Estos días, por ejemplo, he estado recordando al Negro Durazo, personaje señero de la corrupción nacional y perteneciente a un tiempo que parece muy remoto, no sólo porque no representaba un problema mayor nombrar injuriosamente a alguien por el color de su piel (los tiempos pasados nunca fueron mejores: enseguida da uno con evidencias), sino también por cuanto la comparecencia de dicho personaje llegó a remover en nuestra conciencia de la realidad, y que hoy sería sencillamente impensable, pues ya somos del todo incapaces de escandalizarnos así. Nombrado Jefe del Departamento de Policía y Tránsito del Distrito Federal (que ya no existe) por el presidente López Portillo, quien también lo ascendió a general de división, Arturo Durazo Moreno abusó de su poder a grados que entonces pudieron parecernos insuperables, enriqueciéndose y gastando su riqueza con un pésimo gusto pasmoso. Pero también instauró un sistema colosal de componendas y chuecuras que prosperó e hizo prosperar a muchos bajo su mando, a la vez que allanó dificultades para varias generaciones venideras de criminales. Manipuló y tergiversó y ocultó y seguramente alentó y participó directamente en la comisión de incontables delitos de todo tipo, y todo lo que hizo lo hizo con ostentación diáfana… hasta que se le acabó la buena estrella o se pasó de la raya o no hubo ya quién lo defendiera, y terminó pagando con tantita cárcel (ocho años) por aquello que al México de entonces pudo resultarle inconcebible e inaceptable. Murió en la ignominia y ya ni quien se acuerde de él (o casi, aquí estoy haciéndolo).

       Y he estado pensando en esa historia al preguntarme, ante hechos como los de los días recientes, por qué ya parece imposible escandalizarse así otra vez. Dos hechos, en concreto: que se haya impedido que se juzgue a Cuauhtémoc Blanco, el exgobernador de Morelos acusado de violación y amparado por sus pares en la Cámara de Diputados, y por otro lado que se haya condenado al exrector de la UNAM y al exdirector de la Facultad de Estudios Superiores Aragón a reparar con 15 millones de pesos el supuesto daño moral causado a la profesora corrupta de la ministra Esquivel, plagiaria demostrada por más que su plagio se haya buscado soterrarlo mediante elaboradas triquiñuelas. Ambos, Blanco y Esquivel, son representantes depuradísimos de la inverecundia que ha caracterizado a la clase política de este tiempo —y no sólo de la llamada Cuarta Transformación (aunque sí principalmente): yo diría que desde los tiempos de Salinas o por ahí, cuando empezó a atrofiársenos aquella capacidad de estupor y de indignación que funcionaba todavía al enterarnos de lo que había hecho el Negro Durazo; ¿fue con el asesinato de Colosio, con el de Ruiz Massieu, con la trama truculenta de la Finca del Encanto y la desaparición del diputado Muñoz Rocha y las adivinaciones de la vidente llamada «La Paca»?—. Ambos, Esquivel y Blanco, van a seguir intactos donde están, o prosperarán sin más. Y se nos van a borrar, más definitivamente que si hubiesen recibido algún perdón.

Lo negro del Negro, se tituló un best-seller que causó furor al contar las tropelías del general (y hubo película). Las de la ministra y las del exfubolista las hemos visto aflorar en tiempo real y a todo color, y como pasa con tantos otros figurantes de este circo lamentable, no hará falta que nadie venga a contárnoslas: no nos han resultado lo bastante interesantes, quizá, como para movernos a indignarnos ni mucho menos. Será una combinación de hartazgo e indiferencia, o será quizá porque se ha dejado de llamar a las cosas por su nombre —salvo por quienes, como el poeta Javier Sicilia, a cuyo hijo mataron hace catorce años en el estado de Blanco, no han cejado en el empeño, por ejemplo cuando se refiere a esta «dictadura de los criminales, los cínicos y los imbéciles»—. ¿O será mera resignación?

Foto: Pedro Valtierra / Cuartoscuro

J. I. Carranza

Mural, 30 de marzo de 2025.