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Súper Leche

Son contadas, y por eso altamente significativas, las ocasiones en que la historia encarna en la historia particular. Uno puede tener noticia de los acontecimientos más importantes que están teniendo lugar ahora mismo, y hacerse una idea, certera o no, de sus posibles consecuencias. Una guerra, una revuelta, la reconfiguración política de una sociedad, una catástrofe. O bien los adelantos tecnológicos que en estos instantes acaso estén decidiendo las transformaciones más radicales de la vida tal como la conocemos, o las descripciones de la realidad que difícilmente se ajustan ya con las que manejábamos antes —el filósofo Richard Rorty apostaba por que la evolución del pensamiento, de nuestra forma de explicarnos el mundo y, en suma, lo que somos, consistía básicamente en la sustitución de unas palabras por otras: dejamos de usar las que parecen ya no servirnos, inventamos o nos apropiamos de otras con la ilusión de que servirán mejor, y eso es todo—. Pero cuando esos acontecimientos tienen lugar en el espacio que ocupamos, la historia cobra otro sentido. Como pasó hace cuarenta años, con los sismos en México.

        Tal vez la prueba mejor para identificar estas ocasiones sean las preguntas «¿Dónde estabas?», «¿Qué estabas haciendo?». En la medida en que se pueda responderlas con más precisión, la impronta de lo ocurrido será más decisiva, y acaso tenga que ver con la noción elemental de trauma. Pero además está el carácter colectivo de la experiencia: el trauma compartido y ampliamente extendido como marca generacional sugiere que pueden hacerse otras lecturas de lo que recordamos y del modo en que lo recordamos. Yo sé muy bien, por ejemplo, dónde estaba y qué hacía el día en que mataron a Colosio —¿el último muerto de la Revolución?—; no tan claramente, en cambio, el día en que el cardenal Posadas fue asesinado. Dado que fueron hechos no demasiado separados entre sí, ¿qué quiere decir eso de la atención que yo entonces prestaba a lo que ocurría? ¿En un año, del tiroteo en el aeropuerto de Guadalajara al mitin de Lomas Taurinas, qué cambió en mi entendimiento de las cosas? Los tapatíos que teníamos uso de razón el 22 de abril de 1992 no podemos olvidar lo que nos pasó ese día. Ni quienes vimos a la Ciudad de México desplomarse el 19 de septiembre de 1985.

      El aniversario, este viernes, será buena ocasión para hacer ese ejercicio. Porque, además, sobre nuestra memoria acecha siempre el fantasma del borramiento. Y contra eso no queda sino resistir lo más que se pueda. Pienso, por ejemplo, en mi amigo Cabrera, que me contó cómo, poco después de haber empezado las clases en su secundaria aquel día, las violentas sacudidas de los edificios hicieron a alumnos y maestros correr y buscar salvarse, bajar hasta el patio, y lo último que recordaba Cabrera de ese momento era que, al volver la vista atrás, distinguió a un compañero de su salón, en muletas, que desaparecía en la nube de polvo que dejaron las escaleras por las que ya no pudo terminar de bajar. Cabrera me lo contó hace muchos años, y por alguna razón que ignoro, es como si yo también me hubiera apropiado de esa imagen concreta y desoladoramente nítida, a la que cada septiembre regreso para empezar a hacerme —pero es imposible— una idea de lo terrible que fue aquello. ¿Por qué la preservo? Acaso hay recuerdos que sea insoportable tener a solas, no sé.

      Vi hace poco fragmentos del reportaje que fue haciendo Jacobo desde las calles, poco después de ocurrido el primer temblor. ¿Ese día lo vi en vivo? Sé que mi hermano me despertó, corrí de la cama al patio y ahí nos quedamos los dos, agarrándonos de las paredes; sé que mi mamá y mi papá estaban en el consultorio, mi papá estaba tomándole medida a un paciente para hacerle un trabajo, no lo dejó bajarse del sillón porque se le iba a echar a perder la impresión; los cables en la calle tronaron, el colegio de enfrente de la casa no fue evacuado (no se usaba eso). Y poco más: yo iba a la secundaria por las tardes, así que pasado el susto seguramente me puse a desayunar con toda calma y la vida en Guadalajara siguió igual. Mientras, como demostraba la cámara que acompañaba a Jacobo, se derrumbaba el Súper Leche, en la avenida San Juan de Letrán. Desde el quemacocos de su Mercedes, Jacobo iba transmitiendo por teléfono, y ahí se bajó, se acercó a un hombre que contemplaba atónito la montaña de escombros, ya poblada por decenas de personas que removían losas, vidrios, tanques de gas, y entonces se produjo este diálogo: «¿Qué pasa, señor, por qué usted está tan agobiado?». «Aquí estaba mi negocio, era el restaurante Súper Leche». «¿Usted es el dueño del restaurante Súper Leche?». «Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor». «¿A qué hora abren el restaurante?». «A las siete de la mañana». Jacobo le echó un brazo al hombro. «¿Quiere decir que a la hora del temblor ya estaba abierto?». «Ya, señor. En el segundo piso vivía o vive mi madre. En el segundo piso vivían aquí mi madre y mi hermana. No sé, señor. No le puedo decir nada, licenciado».

      Siempre que mis papás me llevaban a México, de niño, nos quedábamos en el Hotel Capitol, en las calles de Uruguay, y desayunábamos todos los días en el Súper Leche, a media cuadra. Y yo no pierdo, no quiero perder, los rasgos de las meseras. Había una que se llamaba Joaquina y eso me parecía muy asombroso.

J. I. Carranza

Mural, 14 de septiembre de 2025.

In fraganti

Es divertido, pero no debería ser divertido, aunque tal vez sea divertido precisamente por eso. Falibles como somos, y aun así empecinados en mantener mínimos de verticalidad moral para no reptar e involucionar como especie, cuando sabemos del yerro o la quebrazón de alguien, o que alguien más se venció e incurrió en infidencia o chuecura, o se alocó y dejó atrás toda prudencia, o fue tentado y cayó, o cayó incluso sin que hiciera falta la tentación, nomás por puro gusto; cuando sabemos, en fin, de alguien que fue cachado (bonito uso del verbo, acaso sólo posible en el español de México: descubrir a alguien cuando hace algo prohibido o indebido), difícilmente podemos reprimir un cierto gozo, malévolo  y morbosón, debido a lo que hay de chismoso en nuestra naturaleza, pero también al egoísta alivio de no ser nosotros los exhibidos. 

      Desde luego, la licitud del regocijo al ver a alguien sorprendido en falta está inversamente relacionada con la gravedad de esa falta. No pueden alegrarnos la hora de la comida una atrocidad o un crimen —y, si tal cosa nos consentimos, algo tenemos de atroces o de criminales—; tampoco está bien (y de esto se trata todo: de lo que está bien y lo que está mal) buscarle la gracia a la desgracia de nadie, solazarse en la bajeza ajena —las bajezas por lo general son ajenas, pero podríamos preguntarnos de cuáles somos capaces—, regodearse en lo que es motivo de lágrimas para alguien más… Y justo por esto es que no debería ser divertido lo que pasó con la pareja de adúlteros cachada in fraganti en un concierto de Coldplay: porque detrás de la balconeada hay personas con sus historias, y traición y confianza defraudada y miseria y consecuencias. Pero también es divertido, acaso porque en las carcajadas planetarias que desató el hecho se refrenda nuestra querencia de ser mejores y se patentiza nuestro desquite por no siempre conseguirlo. Si los cuernos son odiosos, y motivo de tantísima desdicha para la humanidad a lo largo de los siglos, cuando una infidelidad sale mal y los engañadores son descubiertos, es imposible no parar la oreja, subirle al volumen, leer la historia de principio a fin, querer enterarse de todos los pormenores y permitirse sin remordimientos algún chiste al respecto (o los memes, que con los infieles de Coldplay manaron en abundancia). Lo mismo vale cuando son desvelados un fraude o una trácala, cuando es sorprendido un malhechor que se creía muy astuto o se sentía muy sacalepuntita, o siempre que a un farsante o a un vividor se le cae el teatrito… como cuando a un exsecretario de Gobernación y exgobernador de Tabasco y excandidato presidencial, que ha podido surfear impunemente y cínicamente las crestas más altas del encrespado mar de la política nacional, se le recuerdan las pésimas compañías en que andaba y entonces va y se esconde porque de seguro está fruncidísimo y a la vez suelto de la panza, viendo si podrá mantenerse a flote —ojalá que no, que se hunda—, y todo eso es muy entretenido, cómo no.

      Volvamos a los amantes de Coldplay. Su caso además reafirma cómo, en este mundo hipervigilado y cableado de tal forma que cualquier información puede esparcirse a velocidades y con alcances antes impensables, la privacidad es un bien cada vez más escaso, y no tenerlo en cuenta es ingenuidad pasmosa o irremediable anacronismo. Hace algunos años, en el Palacio de Bellas Artes me tocó ver una exposición sobre la vida cotidiana de la Ciudad de México, y la pieza que más me impresionó fue un mosaico compuesto por centenares de fotografías, todas en blanco y negro, tal vez de cuatro por seis pulgadas todas, en las que se veían personas caminando por la calle, invariablemente tomadas en un ligero contrapicado, como si el fotógrafo siempre estuviera con una rodilla en tierra o agazapado. Todas las personas iban por una acera de una calle concurrida; la mayoría no parecían percatarse de la presencia de la cámara, y en quienes veían al objetivo se advertía sorpresa o disgusto. Tras preguntarme en vano por la explicación de esas fotos, tiempo después recordé cómo aquí, en Guadalajara, en los años setenta y tal vez incluso en los ochenta, por 16 de Septiembre, afuera de Camarauz, entre López Cotilla y Madero, o en Juárez y Colón, al salir de los pasajes subterráneos de las relojerías y las escamochas, a la vuelta de Laboratorios Julio, frecuentemente había fotógrafos que así, agachados y sin pedir permiso, retrataban a la gente mientras iba pasando, y luego entregaban una tarjetita con un domicilio para recoger el retrato (comprándolo, por supuesto). La idea, en apariencia inocente, era facilitar la materialización de un recuerdo: una foto casual, en el centro de Guadalajara cuando aún no era el muladar que hoy es, a lo mejor paseando con alguien o sencillamente disfrutando un buen rato. Pero también cabía la posibilidad de que alguien quisiera rescatar esa evidencia de un momento en que no estaba donde debía, o iba con alguien que no convenía que se supiera… Y entonces la cosa tenía algo de extorsión —aquella exposición en Bellas Artes sería de fotos nunca reclamadas, supongo.

      La privacidad, entonces, tiene tiempo siendo empresa difícil. Por lo demás, ¿quién va a un concierto de Coldplay? Merecido se lo tuvieron, los infieles agarrados en la movida, por ir a oír a esa banda tan guanga.

J. I. Carranza

Mural, 20 de julio de 2025.

La foto fue publicada en el número 15 de la revista Luna Córnea (marzo-agosto de 1998) como una de las que acompañan el artículo «Los paseantes, la instantánea, el crimen», de Sergio González Rodríguez, acerca de la extinta fotografía de acera en la Ciudad de México.

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