• Olvidar

    Olvidar

    Me gusta pensar que tengo buena memoria. No es una suposición del todo infundada: en las conversaciones con amigos de años, cuando derivan hacia la recreación de hechos y circunstancias compartidos cuyos pormenores se va volviendo más difícil precisarlos, a menudo soy yo quien consigue dar con el nombre improbable o con los detalles que fijan el acontecimiento en un contexto o un tiempo determinados. (Los amigos están al tanto de mi jactancia y aprovechan la menor oportunidad para desmentirla, cuando no doy con un dato y alguno tiene que venir en mi auxilio. Sin embargo, también me gusta creer que esas ocasiones son excepcionales. Y ellos también saben que me gusta creer en eso, y de seguro me siguen la corriente).

           Por esto tengo el hábito de preservar informaciones que otros quizá desecharían sin preocuparse demasiado. He sido profesor desde hace mucho, y por mis cursos han pasado cientos de alumnos; me obligo a tener sus nombres siempre al alcance, a fin de usarlos si un día me encuentro con ellos —y que el nombre se produzca en cada encuentro siempre les resulta parecido a un acto de prestidigitación—. A veces fallo, desde luego, y entonces me empecino en recuperar el nombre perdido hasta que doy con él, del mismo modo que al ver por la calle un rostro vagamente familiar hago todo lo posible por saber a quién pertenece y por qué lo reconozco. 

           Entiendo —o sigo suponiendo— que así ejercito la memoria y la mantengo en forma, precaviéndome contra las consecuencias de su deterioro o su vaciamiento: perder las orientaciones básicas para cada expedición al pasado, regresar cada vez con menos pruebas de que ese pasado existió, acabar ignorando de dónde procede el presente del que acaso llegue a resultarme imposible salir. Puesto que la única salida a la que conduce el futuro es la muerte, la vida dejada atrás es la sola dirección en la que podemos figurarnos a salvo de las permanentes incertidumbres del instante: por eso las borraduras de nuestros pasos nos reducen y van cancelándonos.

    Esta obstinación también se verifica en mi aprensión por procurarme certezas acerca de los rumbos por donde han ido mis pasos, los espacios donde he estado y también lo que haya ocurrido en ellos y las presencias que quedan conteniendo en el recuerdo. Pero la perpetuación de lo sucedido en esos lugares pueden tener consecuencias indeseables: cuando los hechos fueron infelices, preferiría que cesaran para siempre, apagados por el olvido. Doy un ejemplo suministrado espontáneamente por mi memoria que, en una de sus decisiones misteriosas, ha ido a parar ahora mismo al final de un viaje a San Luis Potosí, en concreto al momento de regresar, cuando me vi en la terminal de autobuses, enfrentado a una escena de tristeza insondable. 

           Este recuerdo, si trato de describirlo tal como acaba de cobrar forma, podría empezar por la reconstrucción del espacio de la terminal con todos sus detalles, sus luces, su ambiente. Pero lo que el recuerdo afirma ante todo es esa escena que presencié ahí, protagonizada por un hombre cansado, viejo, más allá de la desesperación, y su hijo, un niño de unos doce años, incontenible y dolorosamente violentado por la enfermedad: no se estaba quieto, aullaba, golpeaba, huía, y el padre no podía imponerle ningún reposo: apenas forcejeaba con él de vez en cuando, tratando de someterlo en un abrazo que lo calmaba por unos momentos, pero luego la lucha volvía a empezar. Las grandes cajas de cartón que llevaban hacían pensar que viajarían lejos, parecían muy pobres, el hombre trató de darle a comer algo al niño, éste lo rechazó, tuvo que perseguirlo de nuevo, abrazarlo de nuevo, tratar de sosegarlo y oírlo llorar más, todo el tiempo. Una hora habré estado viéndolos, hasta que salió mi autobús y los dejé ahí, agotados y sin que su combate cesara. Y ahora sí puedo precisar el ámbito que contuvo aquello: la luz mortecina y verdosa de la terminal al caer la tarde, su piso gris y sucio, la pestilencia del diésel quemado, el color azul de las butacas de plástico, una máquina de golosinas y otra de refrescos, los mostradores de las taquillas, unas macetas de plantas infelices que acentuaban la desolación imperante, las puertas giratorias de los sanitarios públicos, las mesas y las sillas anaranjadas de una cafetería donde no había nadie, los vidrios a través de los cuales se veía el movimiento en los andenes, los autobuses que llegaban y salían, los bultos de los pasajeros. Hacía poco que yo me había convertido en padre, y ello me vinculaba inevitablemente con aquel padre que yo tenía delante y que trataba de abrazar a su hijo, con su pena inimaginable.

    La perpetuación de un presente desdichado. Ahora que me he visto devuelto a esa tarde en la terminal de San Luis Potosí, sin encontrar que el recuerdo traiga consigo nada aparte de su tristeza, lo único que puedo hacer es dejarlo disiparse, pasar a otra cosa. Pero no sé si al haber revisitado ese espacio —y, peor: al haber dejado por escrito lo que me lo volvió inolvidable— he terminado por hacerlo más indestructible. Uno no elige lo que recuerda súbitamente. ¿Habría que tomar precauciones para no abastecerse de memorias infelices? O sería más prudente abstenerse de registrar con tal minuciosidad el presente y mejor dejar que el olvido arrase con él.

    J. I. Carranza

    Mural, 23 de julio de 2023.


  • Otra parte

    Otra parte

    Hace algo más de catorce años, cuando Milan Kundera cumplió ochenta, caí en la cuenta de que habían pasado dos décadas desde que leí por última vez una novela suya (La inmortalidad, de 1988). Ya entonces, en 2009, tal alejamiento me pareció inexplicable, y sobre todo injustificable: no se trataba de un olvido definitivo, pues había llegado a disfrutar sus libros de ensayos El telón (2005) y Un encuentro (precisamente de ese 2009), pero sí era un abandono indeliberado, como si me hubiera deshecho de su compañía sin motivo para largarme a quién sabe dónde. Eso: ¿a dónde?  

           La contabilidad un poco fantasiosa que hago al recrear mis tiempos de lector activo de Kundera me muestra que en un lapso de unos tres años despaché sus seis primeras novelas (La bromaLa vida está en otra parteLa despedidaEl libro de la risa y el olvidoLa insoportable levedad del ser y La inmortalidad), además de los cuentos de El libro de los amores ridículos y los ensayos de El arte de la novela. Poco después fui a una representación de Jacques y su amo, la obra que escribió a partir de Jacques el fatalista, de Diderot: en el Experimental, a cargo de una compañía cuyo rastro jamás he podido localizar —el blanco lunático del vestuario y de la escasa escenografía refulgía sobre fondo negro, y sobre todo recuerdo la desvalida mirada de estupefacción con que Jacques llegó a incluirme en su perplejidad abrumadora—. Tres o cuatro años de leerlo intensivamente y de que me importara mucho. Luego, aquel abandono. Y veinte años después, luego de recordarlo fugazmente, otra vez lo perdí de vista. Hasta esta semana, cuando su muerte me confirmó que no se había muerto.

           Al darse a conocer la noticia, tuve la impresión de que muchos lectores de Kundera en las inmediaciones de mi edad pasaron por algo parecido. Era extraño: como tener que asistir al funeral de un maestro cuya influencia pudimos tener por decisiva pero al que incomprensiblemente le dimos la espalda. Alguien aducía que se trataba de un autor, como Cortázar o Hesse, al que sólo podemos tener acceso mientras estamos en la juventud, y que concluida ésta ya no hay forma. No lo creo, y además sospecho que los jóvenes de hoy difícilmente estarán encontrándose con sus libros. Tampoco creo que la causa fuera el silencio casi total que Kundera quiso extender sobre sus últimos años en esta tierra, pues en cierto modo ese apartamiento fue tan contingente como su fama súbita, cuando Seix Barral puso a circular entre nosotros las traducciones del checo de Fernando de Valenzuela, fama que se vio potenciada con la versión fílmica de La insoportable… Más bien he pensado que algo nos distrajo, nos ocupamos en otras cosas, y en el vértigo del presente que atravesamos acabamos extraviando algo sustancial que aquellas novelas nos revelaron.

           ¿Por qué nos importaba tanto Kundera? Hablo por mí, pero no sólo por mí. Porque sus novelas las leímos como una posibilidad de resistir a los sinsentidos de la existencia, acaso creyendo encontrar explicaciones en los destinos de los hombres y las mujeres que las protagonizan, en las relaciones que anudan y desatan, al constatar la insignificancia de nuestras pobres vidas ante las fuerzas de la Historia y al reparar en las demenciales maniobras con que creemos sujetar esas fuerzas. Kundera, además, ejerció una muy persuasiva crítica del poder (de los totalitarismos, de la tiranía, de la beatería política y de los fanatismos que permiten todo lo anterior) fundada en una consideración eminentemente estética de los excesos del Estado y de las ambiciones de los poderosos, siempre ridículas, aun cuando puedan ser temibles. Toda vileza es una forma de vulgaridad, el horror del siglo es el triunfo del kitsch. Y ante eso, lo que quedaba a nuestro alcance para salvarnos, y para vengarnos de la Historia, era la supremacía del arte: en «El día que Panurgo ya no haga reír», ensayo publicado hace más de treinta años en la revista Vuelta, Kundera profetizó lo que nos esperaba conforme fuéramos desentendiéndonos de la historia del arte (él hablaba del arte de la novela, pero lo que dijo vale para cualquier otra forma): «una caída en el caos donde los valores estéticos ya no son perceptibles».

           Recientemente, el novelista terminó de hacer las paces con su tierra —la Historia los había enemistado— entregando su biblioteca personal a su ciudad natal, Brno. Su esposa dijo entonces que la idea de ese gesto se la había dado su amigo Philip Roth, que ya muerto se le apareció en un sueño. Yo recuerdo con especial emoción (y también porque la leí junto con mis amigos) la historia que cuenta Carlos Fuentes en el prólogo de La vida está en otra parte: el viaje en tren que hicieron él, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar para encontrar en Praga a su colega, que los recibió conduciéndolos a un sauna y haciéndolos zambullirse luego en agua helada. Tal vez del conocimiento de esas conexiones, que hoy se antojan irrepetibles, y de aquellas existencias centradas en posibilitar el arte, es de donde se desprendía el encantamiento de saberse leyendo a Kundera, en el tiempo de la juventud remota en que leer —otra vez hablo por mí, pero no sólo por mí— era ir descubriendo qué quería decir aquello de la «otra parte» donde se suponía que estaba la vida. Esa otra parte era aquí mismo, y ésa era la maravilla.

    J. I. Carranza

    Mural, 16 de julio de 2023.


  • «¡Vámonos!»

    «¡Vámonos!»

    En las vacaciones de la infancia, el encantamiento, poderoso, radicaba en la supresión súbita de lo consabido y lo predecible. El viaje que estábamos por emprender desmentía toda noción de normalidad y a cambio estatuía como única forma aceptable de vida la maravilla. Apenas mi papá decidía que nos iríamos, el mundo conocido y desabrido, confiable pero carente de novedad, dejaba de existir. La escuela, por las mañanas, y las tardes frente al televisor o jugando o haciendo la tarea eran las dos formas básicas del tiempo para mi existencia a los seis o siete años. Pero repentinamente esas formas se volvían prescindibles, tanto como para dejarlas atrás sin ninguna preocupación y, sobre todo, sin ningún remordimiento. Lo mismo con nuestra casa: empezaba a desaparecer apenas llegaba el taxi para llevarnos a la estación del ferrocarril, y al doblar la esquina ya no quedaba ni un rastro de ella. Si al volver nos hubiéramos encontrado a otra familia viviendo ahí, o un baldío, seguramente me habría sorprendido, pero no me habría decepcionado.

           Sólo importaban, en el inicio de la vacación, la emoción ajetreada del presente y la intuición de lo que nos aguardaba. El tren salía a las nueve de la noche y llegaría a Buenavista a las nueve de la mañana, pero a mí me alegraba siempre que la duración del recorrido se prolongara más de lo previsto, pues así podía disfrutar más de la fascinante irrealidad de los ámbitos que nos contenían: el gabinete de tres camas y un baño diminuto, los pasillos a lo largo de los vagones, las plataformas en cuyo vértigo traqueteante mi papá y yo nos instalábamos un rato para sentir la velocidad en el viento y las luces del mundo inagotable al parejo de las vías, la penumbra del carro fumador con el bar en un extremo y la calidez y el bullicio sobrenaturales de la cena en el carro comedor, con la pesada loza en las mesas y el desempeño funambulesco de los meseros. Esa sola noche inaugural, aunque nada hubiera sucedido después, me habría bastado cada vez.

                 Nos íbamos. ¿Habríamos de regresar? Era lo más probable, pero en la emoción de la partida carecía de importancia. O parecía inverosímil. Quedaba lejos de mi comprensión, supongo, la perentoriedad propia de los viajes cuya sencilla razón consiste en la procuración de una pausa, por lo general con el fin de descansar o distraerse de las obligaciones de lo habitual —lo que se entiende por vacación y no es sino la interrupción provisional de los deberes—. Aunque, en efecto, se tratara de viajes vacacionales, había siempre en ellos un elemento sorpresivo que los acercaba más bien a la fuga, a la evasión libérrima y dichosa de lo cotidiano justo cuando lo cotidiano se hallaba en su apogeo. De pronto nos encontrábamos comprando los boletos en la estación, enseguida haciendo las maletas, luego estábamos ya cerrando la llave del gas y echando llave a la puerta, mientras el taxi esperaba y mi papá bajaba el switch y la cortina del consultorio (ya habría cancelado para entonces todas las citas de los días por venir), todo con la celeridad y la controlada confusión propia de quienes deben salir cuanto antes, como si necesitáramos hacerlo de inmediato y sin pensarlo demasiado o de lo contrario tuviéramos que resignarnos a no salir nunca. En la simultaneidad de mi recuerdo se agolpan todos los gestos y los actos, de manera que me resulta imposible asignarles ninguna sucesividad: sólo veo a mi papá y a mi mamá preguntándose entre sí y anunciando al mismo tiempo: «¿Nos vamos a México?», y enseguida nuestra llegada a la estación, la documentación del equipaje delante de un mostrador donde despachaba el personal rigurosamente uniformado en azul marino, el paso a los túneles subterráneos que llevaban a las rampas de acceso a los andenes, la búsqueda del vagón dormitorio que nos correspondía, y cómo la noche empezaba a desplazarse sobre las vías entre silbatazos y luces y campanadas y el mágico «¡Vámonos!» que, para mi felicidad, un porter no se olvidaba jamás de gritar.

    En mi imaginación o mi recuerdo de esos viajes de la infancia hay enigmas cuya solución quizá sea muy simple: mis papás decidían que nos fuéramos tras juzgarlo oportuno y porque les daba la gana, pero también porque sabían que podíamos irnos; habrían ahorrado lo suficiente como para permitírselo, consideraban y descartaban compromisos o los posponían, tal vez armaban algún itinerario elemental y disponían lo necesario para largarnos. A mí no me quedaba sino avenirme a lo que resolvieran —y no siempre iban mis hermanos, acaso porque ya no eran niños y su voluntad contaba más que la mía—; después de todo, la niñez es el imperio de la obviedad en el que las cosas son sólo como son. Sin embargo, me resisto a admitir las explicaciones más naturales, pues a cambio mi memoria prefiere centrarse en lo asombroso de nuestras evasiones. Porque era eso, ciertamente: al irnos de pronto y estar ya de viaje, al abandonar así lo cotidiano, para mí era evidente cómo nos sustraíamos radicalmente de nuestra vida e ingresábamos a otra, la verdadera, que de esa manera recuperábamos: yéndonos a habitar otra forma preferible de tiempo y un espacio que nos acogía como si nunca hubiéramos salido de él.

    La vida real es la que ocurre cuando estamos de vacaciones. Lo otro es sólo apariencia o fantasía.

    J. I. Carranza

    Mural, 9 de julio de 2023.


  • Libreros

    Libreros

    Tarde, como por lo general va ocurriéndome con todo, descubro las plataformas de streaming de libros. Seguramente la mayor parte de mis lectores —gente de razón, bien informada, actualizada— sabe ya qué es eso, pero por si hay alguien que aún no se entere, son empresas como Netflix y similares, sólo que con libros en lugar de películas y series. (Y no nomás libros: también cómics o pódcasts o audiolibros, pero ese universo sigue resultándome ajeno). No son bibliotecas ni librerías, aunque uno hace en dichas plataformas más o menos lo mismo que se hace en unas y otras, con la diferencia de que no adquieres los libros ni te los prestan. ¿Se alquilan? No sé si sea el verbo correcto… Lo mismo que Netflix y similares, el acceso se obtiene mediante el pago de una suscripción que pone a tu alcance todo el catálogo; la diferencia con otras vías de distribución de libros electrónicos es que no te quedas con ellos (aunque ahí siguen para cuando los necesites). Bueno, el caso es que yo sabía, sí, de su existencia —Bookmate, la que empecé a usar, se fundó en 2010—, aunque no me había asomado a ver qué pasaba ahí. Y ya fui, por fin.

           (Reparo en que el párrafo anterior cobró forma a partir de una especie de culpa o vergüenza por llegar tarde adonde, se supone, ya todo mundo tuvo que haber llegado. Como si importara llegar antes a nada. En general, la acumulación de años vividos va aligerándonos de las prisas por ser pioneros, por ganar carreritas ociosas, y habría que apreciar cómo nos vemos así librados de ansiedades infructuosas, a salvo de cargar con más frustraciones que las que ya de por sí nos esperan camino de la tumba).

           Y fui más bien por casualidad, porque hace unos días, cuando se presentaron los preliminares de lo que traerá la Unión Europea a la próxima edición de la FIL, mi amiga @Ana_Luelmo, gran lectora, publicó en un tuit la «estantería» que ha venido haciendo, precisamente en Bookmate, con libros de autores europeos a cuyo juicio vale la pena leer. Entiendo que esta publicación tiene el propósito de animar a quien explore esa «estantería» para que se ponga en sintonía con lo que pasará en la FIL. Pero también —y creo que aquí está lo mejor del asunto— advertí, o quise creer, que el gesto de compartir así los hallazgos y las recomendaciones, tan natural entre las personas que leen, se ve facilitado y, por así decirlo, potenciado gracias al funcionamiento de la plataforma, que brinda herramientas para que quienes leemos nos encontremos y compartamos. Cosa que no necesariamente pasa, o no de modo tan espontáneo, en una biblioteca ni en una librería (ni en una feria del libro, si a ésas vamos).

           Total, que ahí me la he pasado. Casi enseguida me suscribí (el costo por mes es el de un café y una dona en un lugar someramente mamuco), empecé a «seguir» la «estantería» de mi amiga, fui ya armando las mías. Y me puse a leer.

           Ahora bien: como no hay felicidad sin angustia, resulta que justo la semana pasada, en casa, mandamos a hacer un librero bastante monstruosito, por sus dimensiones, con la esperanza de poner al menos una solución provisional al caos derivado de la proliferación incesante de libros que han ido amontonándose donde no deben: en cualquier rincón, sobre y debajo de muebles y mesas, en el suelo, torres cada vez más temerarias. Lo peor es que ese caos hace que la biblioteca sea inmanejable: estamos llenos de libros, pero como no sabemos cuáles son ni dónde están, es como si no tuviéramos ni uno solo. El librerote encargado, de pared a pared y del piso al techo, nos ilusiona pensar que va a ayudarnos a imponer el orden que ya desesperó a todos los demás libreros que hemos ido amontonando. Pero lo inquietante del asunto es que fuera justamente eso lo que se nos ocurrió, abrir espacio para más libros, antes que ninguna otra solución: por ejemplo deshacernos de todos los que no nos hacen falta, los odiosos o los vergonzantes, los inservibles o los deteriorados, los infames o los repetidos, los que nadie sabe de dónde llegaron o aquellos cuyas materias son impenetrables, los indescifrablemente exóticos, los feos y los malos y los que nomás estorban, los que han permanecido retractilados a lo largo de los años porque jamás nadie va a abrirlos… No, ni nos lo planteamos. Ni tampoco, desde luego, nos pasó por la cabeza dejar de acumular más.

           Por lo mismo por lo que cada vez más frecuentemente llego tarde a las novedades, ahora pienso que difícilmente acabaría por mudar del todo mi vida lectora al streaming: para qué. Como dice la canción que canta Bob Dylan, «Why try to change me now?». Además, está el encanto imprescriptible de la materialidad de la experiencia: esa justificación sentimental o sensorial de quienes nos aferramos a pasar una tarde curioseando en una librería o a visitar con toda calma una biblioteca para ver qué descubrimiento nos está deparado. (Pienso sobre todo en las librerías independientes, pues las grandes cadenas están cada vez más atestadas de basura y las novedades que tienen son las mismas que puede uno hallarse en Bookmate o similares, y pienso también en las bibliotecas públicas, que es adonde habrá que ir a refugiarse cuando llegue el fin del mundo, porque ahí ese fin no va a llegar). ¿Y se podrá alternar una vida y otra? Confío en que sí.

    El carpintero, pues, ya está manos a la obra. Chamba no le va a faltar.

    J. I. Carranza

    Mural, 2 de julio de 2023.


  • ¿Jalisco?

    ¿Jalisco?

    No se diría que con más pena que gloria, pero sí con menos gloria que la que seguramente soñaba el gobernador, las celebraciones por los 200 años de Jalisco difícilmente habrán emocionado a la población. Más bien, habrá ganado la indiferencia, y eso en caso de quienes hayan llegado a enterarse de la efeméride y de los fastos (ni tan fastuosos) organizados por la administración estatal. ¿En esto quedó el entusiasmo de Alfaro por refundar Jalisco? ¿O a qué se habrá venido refiriendo, desde el principio de su mandato, cada que ha ondeado la bandera de la soberanía y del federalismo y de otras abstracciones de ésas que tanto les gustan a los políticos? 

           A propósito de abstracciones, quiero aventurar una conjetura que acaso sirva para explicar por qué a los jaliscienses más bien nos ha tenido sin cuidado este cumpleaños. Si uno puede sentir que pertenece a un lugar (en el que nació o donde han transcurrido los hechos principales de su vida) es gracias a que se trata de un lugar determinado, cuyo conocimiento está bien delimitado por la vivencia y que, por tanto, está preservado en la memoria y es reconocible a través de los afectos. Un barrio, un pueblo, incluso una ciudad pueden cumplir con esas condiciones y corresponder a ese sentimiento de pertenencia con la figuración de eso que identificamos como idiosincrasia: la singularidad de los modos de ser de quienes vivimos donde mismo, la afiliación a suposiciones, convicciones, querencias y prejuicios comunes, la detentación de aficiones compartidas o de manías supuestamente únicas que nos hacen distintos de quienes pertenecen a otro lugar. (Cuando digo que en una ciudad puede pasar esto, pienso en las ciudades pequeñas o medianas: las megalópolis, en su monstruosidad, son más bien amasijos de ciudades muchas veces radicalmente distintas entre sí, como va siendo el caso de Guadalajara, donde es casi impensable que tengan algo en común los habitantes de zonas muy distantes, y no sólo en el sentido geográfico).

           Ese sentimiento de pertenencia puede extenderse a una nación, en caso de necesidad (por ejemplo cuando uno está en el extranjero), quizá debido a la inoculación de la noción de patria desde las etapas más tempranas de la educación sentimental. Cuando hace falta, se activa el programa que nos hace sabernos mexicanos, y actuamos en consecuencia —lo bueno es que no lo traemos permanentemente encendido, porque sería muy deprimente o enloquecedor—. En cambio, el hecho de haber nacido o vivir en algo tan abstracto como una «entidad federativa» no cuenta más que como un dato en la documentación oficial y dudosamente pesa en la conformación de la identidad. Sirve de poco saberse, por ejemplo, jalisciense, porque en realidad quiere decir poco fuera de los clichés folclóricos o turísticos. Y, como sirve de poco, entonces esa abstracción tampoco cuenta gran cosa en nuestros corazoncitos. 

           ¿Que Jalisco nunca pierde, y cuando pierde arrebata? Ajá, y qué más. ¿Que Jalisco es el alma de México? Quién sabe qué quiera decir eso, fuera de que aquí haya mariachis y tequila y charreadas. ¿Que la música jalisciense, y la literatura jalisciense, y la cocina jalisciense, y el Canelo y el Checo Pérez y las Chivas y el Atlas? Bueno, sí, pero que cada una de esas cosas tenga el gentilicio es más bien accidental y, por lo mismo, podríamos adjudicárselo a otras cosas menos presumibles, de nuestra historia más vergonzosa a nuestro presente más escalofriante. En suma, lo que quiero decir es que la noción de «estado», referida a cada uno de los 32 pedazos en que está repartido el país, es emocionalmente poco manejable, y por eso, entre otras pruebas, los gentilicios que se desprenden de esas denominaciones es raro ver que alguien los porte con enjundia: aguascalentense, quintanarroense, bajacaliforniano… Y qué gordo nos cae cuando nos dicen «jalisquillos».

           Volviendo a las celebraciones, fueron de la solemnidad un poco ridícula a la chabacanería consabida: acarreo de niños para sacarlos de sus escuelas e ir a formarlos bajo el solazo en el homenaje a la bandera de Jalisco y a que cantaran ¡el himno de Jalisco!, baile popular en un parque rebautizado con el nombre de un prócer desenterrado del más profundo olvido, gasto en pendones y basura estampada con una gráfica horrible, un concierto de la Filarmónica en Bellas Artes —esto fue lo que encontré más irritante: ¿no que tanto orgullo y tanta soberanía, para ir a hacerle así caravanas al centralismo llevando a la OFJ a tocar en la Capital?—, una estatua de Prisciliano Sánchez en la Rotonda… Y cualquier otra cosa que se le antojara al nuevo Mariano Otero (Enrique Krauze dixit), afanoso como se le vio por que su reinado de pacotilla se viera engalanado con estas galas tan artificiosas y chafas.

    Porque lo cierto, aparte de lo que signifique o no ser jalisciense para cada jalisciense, es que Jalisco se ha convertido en una desgracia y una vergüenza, con los récords de criminalidad que ostenta y el dolor y el miedo indecibles que hay detrás de esos récords para las decenas de miles de personas que viven afligidas porque nada puede parar esa criminalidad. Desapariciones, asesinatos, fosas clandestinas, bolsas y más bolsas con personas despedazadas todos los días. Y el cinismo de creer que todo eso puede hacerse a un lado y ponerse a festejar.

    J. I. Carranza

    Mural, 25 de junio de 2023.


  • Mano abierta

    El nacimiento de un hijo es también el nacimiento de un padre, pero la vida que comienza para éste termina por superponerse a la vida de quien fuera ese hombre antes de volverse padre. Esa vida, sin embargo, ahí sigue, y el hijo, al descubrirla, enfrenta siempre un principio de incredulidad. Puede sobrevenir de súbito, ese descubrimiento, cuando el hijo se encuentra con alguna noticia que le revela una posibilidad inesperada de su padre. O bien es una constatación que se instila a lo largo de los años hasta que llega el momento, también súbito, de admitirla: antes de que el hijo llegara al mundo, el padre necesariamente tuvo que haber llevado un trecho recorrido. En cualquier caso, a partir de ese descubrimiento empieza a operar una extrañeza inevitable (¿cómo pudo haber estado él aquí sin que estuviera también yo?). Y porque es forzosa, la aceptación de que existe esa vida anterior se parece a la admisión de la muerte. Imaginar al padre en su juventud, cuando uno todavía no era ni siquiera una posibilidad —no hay hijo, por deseado que sea, que no sea contingencia—, es conferir definitividad a su ausencia.

           (Acaso la razón de que yo jamás visite la tumba de mi papá es que su vida anterior a la mía es infinitamente más vasta que su muerte). 

           En la imaginación o en el recuerdo, o en el territorio de indeterminaciones y conjeturas donde esas dos zonas se confunden, el padre, considerado como un hombre entre los hombres —y ya no como aquel cuyo vínculo con nosotros lo distinguía y lo volvía insustituible—, es un personaje cuyos defectos y virtudes se afinan en arreglo a la relación que hayamos sostenido con el original (ese hombre en su carácter de padre). Pero no deja de ser una invención. Se llega a ese personaje —a las decisiones que pudo tomar y a sus explicaciones, a sus temores y sus ambiciones, a sus actos y a la consideración de éstos— ensayando variaciones del individuo que fue en relación con nosotros. Pero queda siempre un amplio margen para la suposición infundada y para el equívoco: finalmente, es alguien a quien nunca llegamos a conocer, una figuración acaso verosímil, pero hecha sobre todo de una sostenida incomprensión.

         Escribir sobre el padre también es ratificar su ausencia: al escoger entre el amasijo de informaciones acerca de su vida se termina por fabricar el personaje a conveniencia de lo escrito, previendo los juicios que derivarán de la lectura —y no sólo los juicios acerca del padre, sino también de uno, que escribe: a lo largo de Patrimonio, la novela autobiográfica en la que Philip Roth da cuenta de la enfermedad, la agonía y la muerte de su padre (una historia dolorosísima, pero también urdida con profundo e inagotable amor), es imposible dejar de pensar: ¿por qué tuvo que ponerse a escribir todo esto?—. Mientras la escritura progresa, uno se percata de que tiene lugar una suplantación irremediable: al suprimir determinadas informaciones o enfatizar otras al servicio de lo que uno quiere decir, el padre que existía sin la intermediación de lo escrito va siendo borrado.

    Tal vez por eso yo me he resistido a escribir sobre la vida de mi papá, una historia de la que he desprendido a veces algunas anécdotas para despacharlas apresuradamente, pero a la que quizá le cuadraría mejor un tratamiento novelesco. Al contemplar esas anécdotas ya escritas, las encuentro deformadas sin remedio por mis palabras, por el modo como éstas las acotan y las terminan, sin saber muy bien qué hacer con su sustancia; por otra parte, me insinúan sin cesar que esa sustancia continuará diluyéndose conforme la muerte de mi papá vaya quedándome más lejos y yo vaya acercándome a la mía. ¿Qué quedará entonces? ¿Y qué cabría esperar que preservara mi recuerdo? Recordar no es revivir: es reconocer que el olvido es invencible y sólo nos queda asomarnos por sus grietas para ahondar nuestra ignorancia y nuestra indefensión al tratar de hallar explicaciones.

    Y ahora pienso en la mano lesionada de mi papá. Era la izquierda, cuya palma la recorría de lado a lado la cicatriz del corte profundo que se hizo con una sierra eléctrica cuando, muy joven, trabajaba en una carpintería. Contaba que, tras el accidente, apenas había atinado a sujetarse con la derecha los dedos, del índice al meñique, que casi se le habían desprendido, y así llegó a la Cruz Roja. La sierra seccionó los tendones, de manera que sólo hubo forma de salvarle los dedos dejándolos permanentemente rígidos: nunca pudo volver a cerrar la mano, aunque conservó la movilidad del pulgar. Hacía falta mirar de cerca para percatarse de la cicatriz, y la lesión ciertamente nunca le impidió hacer nada. Pero a mí, de niño, me asombraba que esa mano estuviera siempre abierta, y ahora intuyo que esa marca, en cierto modo secreta, era para mí el vestigio de las existencias atravesadas, el distintivo que vinculaba al hombre que yo conocí con el que vivió desde mucho tiempo antes que yo. Mi papá: la autoridad, el héroe, el modelo para mis juicios, y más adelante el contraejemplo a tener en cuenta cuando empecé a descubrir que podía abstenerme de replicar ciertas obstinaciones suyas. Y, también, el hombre que fue tantos hombres diferentes, cifrado en esa mano que, como mi empeño memorioso, no podía cerrarse sobre sí misma. 

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de junio de 2023.


  • Involución

    Involución

    Una tarde cualquiera en un café cualquiera. De unas treinta personas distribuidas en las mesas, sólo cinco parecen estar solas y el resto se acompaña con alguien más: parejas, sobre todo, grupos de tres, alguno de cuatro. Cuento a veintitrés que tienen una pantalla delante: celulares, sobre todo, pero también computadoras y una tableta. Las otras siete personas (entre las que me incluyo: estas cuentas voy anotándolas en mi cuaderno) no estamos con la mirada puesta en un aparato, pero al menos tres tenemos el aparato a la vista. Yo he dejado el celular sobre la mesa, junto a mi café, más que para tenerlo a la mano, para estar yo a su alcance por si suena: estoy quedándome sordo, y si lo guardo en mi bolsillo o en la mochila ya sé que no voy a oírlo. Los cuatro últimos individuos, que no tienen ningún «dispositivo», ni encendido ni en reposo, son un niño pequeño, una señora mayor, un hombre de edad indefinible (y que está solo y no parece estar tomando nada, como si solamente hubiera pasado por aquí y hubiera decidido entrar y sentarse a una mesa sin consumir) y el que posiblemente sea el novio de la muchacha que está junto a él, absorta en su celular (él, el novio, se queda viendo hacia el frente, sin objeto, extraviado o melancólico o harto, es difícil decidirlo). La señora mayor se pasa de pronto al primer grupo: saca el teléfono de su bolso y se pone a leer un mensaje.

           En Sale el espectro, una de las últimas novelas de Philip Roth (2007), Nathan Zuckerman, el protagonista, regresa a la ciudad de Nueva York después de diez años de haberse retirado a una vida de aislamiento y desconexión en el campo (y vuelve únicamente debido a la necesidad de someterse a un procedimiento médico): «había dejado de habitar no sólo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él». Y lo que más lo sorprende en ese reingreso es la proliferación de personas que van por las calles hablando por sus celulares. «Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas». Hay, claro, una diferencia enorme entre aquel paisaje atestado de conversaciones y el de hoy, en el que las personas que hablan con alguien por celular son minoría respecto a las que se ensimisman en silencio en la pantalla, o bien se encapsulan aún más radicalmente mediante el uso de audífonos. El desconcierto del personaje de Roth es causado por el hecho de que, de pronto, haya esa urgencia de comunicarse: «¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho?». 

           En el café sólo he visto a una persona hacer una llamada y ponerse a conversar, aunque también —pero necesitaría ir a asomarme para fisgonear bien y poder asegurarlo— hay un muchacho posiblemente conectado a una videoconferencia, tal vez es profesor o estudiante, pues sobre todo se limita a escuchar por los audífonos y cuando habla lo hace como quien corrige o busca que se le entienda bien, quizás esté enseñando o aprendiendo un idioma. Los demás permanecen en silencio, haciendo que se desplace incesantemente la pantalla del celular delante de sus ojos, o encorvándose sobre la computadora (tres, y una tableta), de tal forma que aquella sobreabundancia de cosas que decir que aturdía a Zuckerman ha sido sustituida por un silencio de alguna forma estruendoso, acaso más temible y más irremediable, cuyas consecuencias estamos todavía lejos de calcular.

           Hay un enfoque de la antropología según el cual la evolución se detuvo con la comparecencia en el mundo del Homo sapiens, pues el trabajo que aquélla venía haciendo para la configuración de la vida en el mundo ahora está supeditado a nuestra voluntad —desde luego, estoy simplificándolo de un modo muy basto: el jesuita que me enseñó esto en la maestría estaría dándome de coscorrones—. No está claro, sin embargo, que nosotros mismos como especie hayamos llegado también a una culminación, o si en tal caso, y ante la imposibilidad de evolucionar todavía más, ya vamos en reversa, cediendo a cambio de nada las ventajas que habíamos alcanzado, permitiendo que se pierdan y sin esperanza de recuperarlas. Algo así me imagino que pasa cuando veo un panorama como el de esta tarde en este café. O en la calle. O en el salón de clases. O en la plaza. O en la sala de espera. O en un jardín. O en cualquier otro lugar por donde las masas urbanas van enfrascadas en las pantallas que sostienen delante de ellas, dejando que el mundo alrededor se extinga al mismo tiempo que cada individuo que atraviesa con su vacío todo ese vacío que va produciéndose.

    En el café, de los siete que estábamos desconectados, ya a la señora mayor la perdimos definitivamente, pues no ha vuelto a guardar su celular; otro más lo ha consultado varias veces, como si estuviera esperando alguna noticia, y el novio de la muchacha se dio por vencido y ahora la ignora del mismo modo en que ella había estado ignorándolo a él. Hay alguien, una sola persona, que lee un libro. Yo estoy a punto de sacar la computadora para ponerme a escribir esto. Al niño pequeño hace rato que lo neutralizaron con una tableta, y no se ve feliz, pero al menos ya no está dando lata.

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de junio de 2023.


  • Calor o frío

    Calor o frío

    Por si a la sociedad mexicana le faltaran motivos para la división y el encono, para la discordia estéril y la proliferación de fanatismos histéricos, en las redes sociales va y viene, y viene y va, una discusión necia —o ni siquiera es discusión, pues los argumentos escasean y a cambio abundan las invectivas— entre quienes se definen como partidarios del frío y quienes están a favor de que haga calor. Cada bando, desde luego, tiende a hacer proselitismo, y por ello las celebraciones de sus preferencias se explican, en buena medida, como evangelización activa y escarnio y condena de los descreídos. En temporadas en que el frío o el calor arrecian, lo mismo pasa con la furia de los creyentes, que se rige por el sube y baja del termómetro, de tal modo que con los primeros vientecillos frescos los gélidos festejan y se sienten triunfantes, así como los cálidos no tardan en cantar los sudores que desata la primavera en cuanto llega.

           Que esta disputa irresoluble tenga lugar en esa extendida forma de existencia que son las redes dice mucho de la medida en que éstas atarean nuestra pobre atención con asuntos cada vez más deleznables. Pero, antes de ir sobre ese punto, lo que primero me interesa subrayar es de qué manera, como si cualquiera de los dos partidos pudiera tener razón, cada uno esgrime sus sentires —las formas de su fe— como verdades incontrovertibles, con tales ansias y virulencia que a menudo la confrontación pronto se impregna con saña. ¿No piensas como yo? Pues entonces eres digno de desprecio y por tanto te sobajo y te exhibo y te insulto y me burlo. Mi elección (el ventilador o la chimenea, el suéter o el short, el chiflón o el solazo, el chocolate hirviente o la cerveza helada) es mejor que la tuya, ante todo —o solamente— por ser mía, y puesto que estás del otro lado entonces eres mi enemigo y mi misión es aniquilarte. Sea la predilección por el frío o por el calor, o sea cualquiera otra materia de discrepancia, es distintivo de este tiempo que casi toda desavenencia tienda a convertirse en altercado y enseguida en lucha a muerte.

           Yo sospecho que esta rapidez que hemos ganado para la animosidad y la rabia está relacionada con la multiplicación de posibilidades a nuestro alcance para la manifestación de nuestros pareceres. O dicho de otro modo: las facilidades que hoy tenemos para expresarnos revelan cómo, más que tener la razón, lo que nos importa es demostrar que la tenemos. Nuestras experiencias y nuestros juicios, al estamparse en un post o un tuit, se truecan en afirmaciones sagradas de nuestro ser, y si alguien las ataca está atentando contra nuestros más macizos fundamentos. El otro día, en uno de los grupos de tapatíos nostálgicos que hay en Facebook —ya he contado que me gusta asomarme de vez en cuando para ver las fotos antiguas que ponen, a veces acompañadas de informaciones sorprendentes—, alguien colgó dos imágenes prácticamente idénticas de la fachada de un templo en el centro de Guadalajara, sólo que una estaba en blanco y negro y otra a colores, lo que sugería el paso del tiempo. Eso bastó para que, de inmediato, en los comentarios dos personas empezaran a pelearse; nunca entendí bien por qué, creo que el pleito era por demostrar en cuál foto el templo se veía más bonito (cuando se veía igual en ambas), pero se tiraban a matar. ¿Será que las redes van pareciéndose cada vez más a la vida?

           Estas ocasiones para la enemistad y la ojeriza motivadas por tonterías tienen, sin embargo, su lado positivo. Aunque ni los tropicales ni los glaciales puedan lograr nada con sus entusiasmos o sus aversiones, y aunque nunca lleguen a torcer el gusto de sus adversarios para que acepten las indemostrables bondades del clima que adoran, está bien que se entretengan así y no les queden energías para batirse por otras causas, como las políticas o las ideológicas. Sobrados estamos de antagonismos en estos terrenos. Lo malo, podría pensarse, es cuando, sin percatarnos, quienes querríamos permanecer al margen terminamos involucrándonos y tomando partido, distrayéndonos así en toda suerte de insensateces. ¿Pero no es peor enzarzarse en enfrentamientos más improductivos aún, como los suscitados por la marcha de este país enloquecido? Uno ve, por ejemplo, a los malquerientes y a los adoradores de quienes encabezan esa marcha, los desfiguros de que son capaces, sus afirmaciones demenciales o sus defensas alucinadas, las mentiras que gustosos se tragan y las elaboradas fantasías que componen, y se pregunta qué sentido tiene agregar más necedad y más sinrazón. De acuerdo: es posible que al elegir en cuáles jaleos participamos entren en juego implicaciones éticas o responsabilidades cívicas. Pero seamos sinceros: en el ambiente de gritería y sordera generalizadas que prevalece (y no sólo en las redes), ¿a fin de cuentas de qué sirve nuestra ínfima opinión?

    ¿Calor o frío? Yo diría, si alguien me lo preguntara, que el frío que llega a hacer en estas latitudes, por bravo que sea, casi siempre hay forma de que te lo quites de encima. El calor, en cambio, ni encuerándote. Pero eso pienso hoy, cuando escribo esto y estamos a 36 grados a la sombra, y me acuerdo del parlamento de un personaje en una novela de Bioy Casares, que para recordar un verano infernal y enloquecedor decía: «Hacía un calor que ya la gente se reía».

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de junio de 2023.


  • Frivolidad

    Hasta antes de la primera salida del PRI de Los Pinos, o tal vez más atrás, en los alrededores del fin del mandato de Salinas, el signo distintivo en las formas de la política mexicana era la solemnidad. El comportamiento en público de las figuras más visibles de todo el elenco estatal, del presidente de la República al síndico del municipio más remoto y olvidado, se regía tácitamente por unas ansias de compostura y respetabilidad —merecida o no—, y los rituales cívicos se cumplían a rajatabla, desde los honores a la bandera en la primaria rural de aquel mismo municipio hasta la ceremonia de traspaso de la banda presidencial, cada cambio de sexenio. Pensé en Salinas porque quizás el primer gran desfiguro inesperado que presenciamos tuvo lugar la noche en que lo vimos ponerse en huelga de hambre porque habían arrestado a su hermanito (traía una chamarra de velador y se había ido a pasar la noche a una colonia popular de Monterrey).

           Con Zedillo, sin embargo, todo quería ser todavía serio hasta el sopor, y las salidas de tono del presidente (como cuando calló a gritos a una señora que lo estaba interrumpiendo) eran excepcionales y vistas con incredulidad, pues aquello de la famosa «investidura presidencial» aún era una especie de dogma de fe, que no había sido puesto en duda ni siquiera con las excentricidades de López Portillo —galán descocado e histrión fallido, alguna vez se hizo filmar sin camisa haciendo lagartijas y levantando pesas, y se creía la reencarnación de Quetzalcóatl, pero su actuación mejor fue cuando se puso a chillar y nacionalizó la banca.

           Pero luego llegó Fox y pronto todo aquel envaramiento, el cuidado de las formas y de los símbolos, se canjeó por la frivolidad cada vez más incontenible. Dicharachero, bravucón, según él sarcástico, pero en realidad nomás payaso, ignorante y terco, con sus exhibiciones de superficialidad (y las de su esposa) no hacía sino tratar de envolver la formidable decepción histórica que les entregó a los millones de ilusos que pensaron que iba a servir de algo. ¿Para eso se había batallado tanto, al menos desde el 68? ¿Para que tuviéramos a semejante cabeza hueca al frente de la nación? (No sabíamos lo que nos esperaba, casi un cuarto de siglo después).

           Es cierto que mucho quiere decir de nuestra inmadurez democrática el hecho de que siempre estemos prestando tanta atención a los protagonistas más conspicuos de la vida pública del país. Al igual que pasa con esas estrellas de la farándula cuya fama se debe no a sus películas ni a sus canciones, sino sobre todo a sus correrías, a los chismes que levantan, a los aparatosos accidentes de sus vidas sentimentales o a las garras que se ponen, los gestos y los dichos de los políticos mexicanos terminan por importar más que sus hechos y sus razones, más que los intereses reales a los que sirven y más que las artimañas de que se valen para violar la ley sin ninguna consecuencia. Y estamos en tal medida embobados en la contemplación de sus modos de conducirse y de sus sandeces que olvidamos preguntarnos qué hay detrás: por qué quieren lo que quieren.

           Los aspavientos de autoridad y firmeza que quiso hacer Calderón degeneraron en una serie de arbitrariedades cuyas consecuencias sangrientas seguimos sufriendo, y aun así él mismo se permitía ir por la vida con una risita sarnosa, burlona, que le servía para vehicular su autosuficiencia y su arrogancia y su altanería. Y con Peña Nieto asistimos a un intento desesperado de restauración de la solemnidad, pero el presidente era tan rematadamente tonto (asustadizo, preverbal, incapaz de ninguna ironía) que todos sus esfuerzos por parecer honorable sólo redoblaban su ridiculez. Además, a propósito de aquello de la farándula, en su caso se había decidido abrazarla descaradamente, emparejándolo con una actriz que supuestamente habría de robarse el corazón del pueblo y convertirse ¿en una especie de Evita?, pero el guion era tan chafa, y los protagonistas tan insípidos, que toda la telenovela salió mal.

           Y así hasta que llegamos al triunfo absoluto de la frivolidad, la chapucería, la patraña, el cinismo —lo que resulta de revolver la impunidad con la desvergüenza— y la mera tontería estatuida como línea de gobierno. No se trata, hoy, solamente del cotidiano despliegue de disparates entremezclados con invectivas, mentiras, exageraciones, rencores, traumas y absurdos (la mezcolanza infaliblemente insólita de las «mañaneras»): a excepción de quienes sufren directamente las consecuencias más dramáticas y dolorosas del estropeado estado de las cosas, que son las víctimas de la violencia y de la criminalidad enloquecidas, a nadie parece extrañarle cómo se ha impuesto en nuestra atención un temario principalmente compuesto por las estupideces que el presidente, su partido, sus adversarios y —lo peor— la prensa quieren que nos absorban. La larguísima víspera de la jornada electoral de 2024, por ejemplo, con su tsunami de personajes grotescos, derroches obscenos, palabrerías inservibles, comisión de todo tipo de delitos y ostentación de vilezas. ¿Por qué tenemos que estar ocupándonos de las «corcholatas», de la ineptísima oposición, de todas sus miserias morales, mientras el país es un campo de exterminio y a la vez una fosa que crece incesantemente? La frivolidad puede ser perversa.

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de mayo de 2023.


  • Extinción

    Extinción

    Las transformaciones más radicales de las sociedades son, a veces, las que operan de modos más sutiles e inadvertidos: lentas pero consistentes e imparables mutaciones de las conductas de los individuos, a la postre imperantes en las masas, sólo nos percatamos de ellas cuando ya son irreversibles. Hacia finales del siglo XIX, por ejemplo, Oscar Wilde señaló —pero ya era demasiado tarde— cómo se había degradado el ejercicio de la mentira y era difícil encontrar quién mereciera el título de mentiroso con todas las de la ley: desde los políticos hasta los poetas, todo mundo estaba patéticamente abocado a la procuración de la verdad, con las lamentables consecuencias que semejante pretensión trajo consigo para la civilización al hacernos canjear los frutos mejores de la fantasía por «la pobre vida humana, verosímil y carente de interés». 

           No sé si será igualmente irreversible otra pérdida tremenda a la que estamos asistiendo hoy mismo, presenciándola pero sin reparar en ella, y que sólo lamentaremos hasta caer en la cuenta de sus más flagrantes estragos. La humanidad está quedándose sin idiotas (o, al menos, ese sector de la humanidad al que podemos sentirnos integrados cuando pensamos en la vida moderna, preferiblemente en sus vertientes urbanas). No quiero sonar demasiado alarmista, pero todos los días encuentro razones para convencerme de que la auténtica y mejor estupidez, aquella que otrora se materializaba y era evidente en hechos y dichos de incontables imbéciles incontestables ha entrado en un proceso de extinción, y la culpa es de la sociedad en su conjunto, que quién sabe cómo podrá seguir adelante sin la participación activa de sus más conspicuos tarados y sus descerebrados más sobresalientes. Y los idiotas son muy necesarios. Indispensables, diría yo, para saber quién no lo es.

           Si mis amables lectores tuvieron suerte —espero que sí—, en la semana habrán visto el video en el que se aprecia cómo, al dar un salto de una ventana a otra de Palacio de Gobierno, en Guadalajara, un joven se estrella bonitamente en el suelo, luego de haberse hecho, de seguro, uno o varios raspones en brazos y piernas y faz, cuando el pedazo de alféizar en el que aterrizaría se desmoronó bajo su peso y el saltarín no fue hábil para sujetarse de los barrotes —por lo visto, tener extremidades prensiles e incluso pulgares oponibles no es suficiente para que la evolución haya terminado de hacer su trabajo—, de modo que la fuerza de gravedad hizo lo suyo y produjo el soberbio costalazo, más admirable aún por el sonido seco y espeluznante del cráneo contra los adoquines, una piedra contra otra, luego de lo cual se alcanzaba a verlo medio incorporarse, más aturdido que adolorido —más adelante se habrán invertido las magnitudes de estos efectos: le habrá dolido más la vergüenza en el momento, tal vez, pero la vergüenza suele durar menos que el picor de una descalabrada sabrosa.

           Bueno, pues el intrépido —ni tanto— acróbata, practicante de esa aparatosa procuración del suicidio conocida como parkour (trapecistas de sí mismos que gustan de grabarse mientras libran vacíos y dan maromas, hasta que algo sale mal y entonces la épica se trueca en ridículo o en funeral), fue de inmediato identificado como  influencer, término que, entiendo, sirve para referirse a un famoso cuyos seguidores toman decisiones a partir de lo que el famoso dice o hace —aunque eso ha existido siempre, desde luego—, especialmente en la realidad suplementaria que son las redes sociales. No sé si en efecto lo era y si ya dejó de serlo: tal vez cerró sus redes luego del ranazo y del daño al patrimonio del pueblo de Jalisco (busqué sus cuentas y no las hallé). Pero el hecho de que perteneciera a ese gremio, el de los influencers, ya desactivaba automáticamente cualquier intento de tomarlo como un idiota rotundo e inequívoco. Pues la sola búsqueda de notoriedad y de fama cuenta como una justificación tácita de las más extremosas hazañas (físicas o morales) de cualquiera que se proponga asir, así sea por unos instantes, la atención y la devoción de las multitudes.

           Pongámoslo de este modo: nuestra embotada tramitación de la realidad presente está filtrada en gran parte (si no es que del todo, en muchos casos) por la urgente necesidad que redes y medios tienen de capturar nuestra cada vez más escasa atención, así sea por unos instantes. En la medida en que sirve a ese fin, lo más grotesco, lo más monstruoso, lo más repulsivo, lo más insensato es, también, lo más deseado, lo más procurado: por las redes, por los medios y por nosotros. Y así, cuando para triunfar (en casi cualquier ámbito en el que el triunfo depende del embeleso de las masas) lo que hace falta es hacer las mayores idioteces, resulta que nos vamos quedando impedidos de distinguir quiénes son los más esmerados y hazañosos idiotas, y entonces todos lo son, lo que equivale a decir que ya nadie lo es. Ya casi ninguno logrará azorarnos o escandalizarnos lo suficiente. Pero, además, en estos tiempos timoratos y neuróticos, también nos hemos ido privando de llamar a las cosas como son, y hace un buen rato que dejamos de decirles estúpidos a los estúpidos, con lo que también aceleramos su extinción casi definitiva.

           Dudo que pase, pero ojalá algún día los idiotas recuperen el lugar excepcional del que disfrutaban en otros tiempos.

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de mayo de 2023.