Autor: José Israel Carranza (Página 14 de 14)

Desde San Blas, S. B.

 

No es raro que los lectores sinceros se decepcionen al llegar a conocer en persona a sus escritores favoritos. Por ejemplo en una presentación, el caso más frecuente, cuando aquel encantamiento que se anticipaba termina canjeado en el mejor de los casos por pena ajena, cuando no por franca repulsión, algo de lastimita o sincero odio. Por tanto, tampoco es raro que, mientras no se dé el encuentro, el escritor en cuestión sea imaginado como un ser fascinante: sabio, oportuno, cordial, simpático y, si no se ha visto antes una foto suya, hasta monón. Como sus libros. La ilusión que propicia el chasco se explica, en parte, porque es natural, en un sentido meramente afectivo, identificar las virtudes de la obra con las de su hacedor: por disfrutar un libro se asume que se disfrutará de la presencia del autor —sin embargo, no ocurre lo mismo cuando la lectura fue una experiencia detestable: en vez de dar por hecho que el responsable del horror vivido será aborrecible también, lo natural es juzgarlo con indulgencia o con mera indiferencia. Pero además ese presupuesto está alentado por varias nociones (o malentendidos) que dan forma a lo que Hugo Hiriart ha llamado «lo consabido literario»: que escribir es de suyo una actividad no sólo digna, sino prestigiosa; que entregarse a ella es simultáneamente privilegio y abnegación de los mejores, que incluso el peor bodrio es disculpable porque, para haber llegado a existir, no puede ser tan bodrio. De ahí que todo libro esté justificado por el solo hecho de ser eso, un libro, y que a su firmante se lo vea automáticamente con un respeto en el que a menudo germinan la admiración y hasta la veneración. Me refería al principio a los lectores sinceros, aquellos que no se han propuesto —o no todavía— convertirse en escritores: puede pensarse que, en la ínfima proporción de la sociedad mexicana que lee, la mayoría de los lectores siguen siendo sinceros mientras no les dé por escribir sus cositas y pasarse al otro bando, al de los lectores insinceros o —vamos diciéndolo como es— corrompidos por sus propias pretensiones. Aunque, vista la profusión de porquerías que atesta las mesas de novedades en las librerías (pero también la ingente proliferación de nuevos escritores que facilitan los nuevos modos de autopublicación, en papel o en línea), pronto haya únicamente escritores —o sea lectores que dejaron de ser meramente eso—, mientras exista el lector sincero continuarán prevaleciendo la comprensión del escritor como un ser extraordinario (investido de autoridad incluso en asuntos que no tendrían por qué incumbirle y, por ello, una suerte de oráculo) y la idealización del mundo en que se mueve, necesariamente superior e imponente, mítico y fascinante. De ahí lo chocante que puede resultar ir a una presentación, digamos, y constatar cómo aquel que se creía gracioso es en realidad insulso; cómo las palabras, esa misma materia con que ha hecho maravillas por escrito, sólo son tartamudeo o sandeces cuando toca que hable; cómo su lamentable presencia desdice toda figuración de nobleza que hubiera podido fraguarse respecto a él; cómo puede ser ridículo, fatuo, insignificante o inane.

Ahora bien: si yo digo que me habría gustado conocer en persona a Augusto Monterroso —jugando, para decirlo, a ser el lector sincero que ya jamás podré ser: a mí también me dio por escribir mis cositas, y cuando eso pasa ya no hay remedio—, lo hago amparándome en la certeza de que él debió de ser uno de los escritores más prevenidos ante esos malentendidos que privan en torno al oficio y los ámbitos en que se desarrolla. Es decir: como pocos en la literatura hispanoamericana, Monterroso tuvo a su favor un alto sentido de autocrítica no sólo individual, sino además gremial, que lo resguardaba de los efectos más perniciosos del prestigio y la celebridad (lo que en un medio inveteradamente provinciano, como el nuestro, son automáticamente lo mismo): el endiosamiento, pero encima la convicción de que el endiosamiento está bien fundado y es salvoconducto para todo despropósito, negligencia o exceso; la autosatisfacción en la vanidad y la consecuente incompetencia para el escepticismo; la certeza de que el edificio entero de la cultura se tambaleará si se le retira el apoyo de los propios pareceres (un escritor termina de serlo cuando acepta que su juicio, en cualquier materia, es indispensable); la atrofia de la capacidad de reírse de sí mismo. Por eso quiero creer que no habría sido decepcionante tratarlo, y lo pienso en concreto a raíz de ese libro divertidísimo que es Lo demás es silencio, una pieza que en el conjunto de su obra, tengo la impresión, ha sido vista más bien con extrañeza, antes que con la admiración con que se festejan sus miniaturas y sus fábulas —y no es inexplicable, pues, como ha señalado Hiriart, en el mismo ensayo en el que le leí eso de «lo consabido literario», Eduardo Torres (ese escritor a un tiempo tonto e inteligente, gloria de su ciudad, influyente y poderoso, venerable y temible pero también zafio y ridículo, sobre todo a ojos de su esposa) «es, de muchos modos, nuestro espejo y el de todos los que nos dedicamos a escribir»:[1]un espejo risible, sí, pero ante todo incómodo. Incomodísimo. Felizmente.

La única vez que vi a Monterroso fue en la Feria del Libro de Guadalajara de 1996, a la que asistió para recibir el entonces Premio Juan Rulfo. No lo escuché: nomás atestigüé cómo era llevado, como flotando, por la nutrida comitiva que lo paseaba por los pasillos de la feria, enfundado en un traje azul que brillaba a cada flashazo. La primera impresión que me quedó fue que era rosita: un señor ya mayor, de sonrisa azorada y cauta, con cara de quien está pendiente de que en el tumulto no vayan a sacarle la cartera, perplejo por la atención y las lisonjas que concita. No es mi intención sugerir que su tez estuviera congestionada por ninguna razón, ni atino a suponer ninguna causa para sus chapetes (bonita palabra, pero no sé si se entienda en todos lados lo que significa: mejillas coloradas, sea por la aplicación de maquillaje o por efecto de la mera irrigación sanguínea): lo que quiero decir es sólo que era rosita. Como un peluche. La segunda impresión fue que estaba completamente a disgusto en el papel de homenajeado, pero esto más bien es una conjetura: arropado por las zalamerías propias del momento, por las excesivas demostraciones de esa afectuosidad con que se satura la atmósfera de todo homenaje, a fin de que su recipiendario se sienta no sólo honrado, sino además —y sobre todo— querido, me parecía detectar en su mirada un poco de hartazgo y otro tanto de sorna. Es lo que quiero creer, desde luego, porque lo que no recuerdo es haber reconocido, en su tránsito por esa sobreexposición a que lo sometían, las afectaciones o el regodeo que tan bien habría sabido desplegar Eduardo Torres si el premio se lo hubieran dado a él. ¿Monterroso merecía esos honores? Sin duda. ¿Creyó que se los merecía? Es posible, y no hay razón para reprochárselo. Pero, a diferencia de tantísimos otros —Torres por delante—, lo más seguro es que en su ánimo y en su comprensión de la circunstancia imperara esa actitud autocrítica que le habrá servido, también seguramente, para sobrellevar el agobio con la resignación que da entender que nada es para tanto. Como ha señalado Guillermo Sheridan,[2]la principal materia prima de la obra monterrosiana es la estupidez, y pocos yacimientos tan ricos como las ocasiones más señaladas de la vida literaria.

Lo demás es silencio sigue, en varios aspectos, el modelo de las Crónicas de H. Bustos Domecq, esa zona que se reservaron Borges y Bioy Casares para darle vuelo a algunas de sus imaginaciones más descabelladas, pero también más malévolas y, por ende, hilarantes. Desde el título, que al atribuirse erráticamente en el epígrafe resume la petulancia ignorante de Eduardo Torres, lo que rige la fabricación del personaje son unas irreprimibles ganas de joderlo, de exponer simultáneamente las enseñas de su gloria y las evidencias de lo infundada que está. Es lo que hacía precisamente aquel par, cuando se encerraban a tramar las historias de personajes que hallaban cautivadores por desorbitados, repelentes, deliberadamente extravagantes o rematadamente imbéciles (la leyenda cuenta que Silvina Ocampo tenía que ir a callarlos cuando pasaban horas escribiendo a risotadas): tomar por hazañas las burradas y ponderarlas con afinada circunspección que llega a la celebración contenidamente exaltada. Como con Eduardo Torres, los «genios» que descubren inusitadas posibilidades y se abocan a ellas para deslumbramiento general son denunciados en su tontería mediante el recurso de exhibir sus desfiguros sin ningún reproche; al contrario: comprendiéndolos y contemplándolos con reverencia, lo mismo que los habitantes de San Blas, S. B., se acercan al prohombre para rendirle pleitesía y requerirlo en la misión que él, desde luego, desdeña con soberbia modestia: buscan que acepte ser candidato a la gubernatura (¿quién mejor que él?), pero Torres sabe, y se lo hace saber a sus prosélitos, que su destino no puede distraerse en esas fruslerías (¿o secretamente se reconoce inepto?): «Permítanme, pues, se lo suplico, no cruzar este Rubicón reservado históricamente a los Julios, y volver a mi retiro de siglos, desde el cual, lejos del mundanal aplauso, podré servir mejor a mis felices conciudadanos, y vencer en mí mismo lo que todo clásico sabe que es lo más difícil de vencer en cualquier lid: la ambición y los halagos de la cosa pública».[3]Cuanto llegamos a conocer sobre el trabajo de Torres, incluidas las magníficas muestras que pueblan las partes segunda y tercera del libro, «Selectas de Eduardo Torres» —un compendio de barbaridades que serían conmovedoras en su ingenuidad si no las insuflara la jactancia desmedida de su autor— y «Aforismos, dichos, etc.» —auténticas gemas del yerro que atina y de la puntería que nunca da en el blanco, muchas de ellas cosechadas en la cantina, que es donde parece que Torres solía brillar más—, cuanto dejan ver quienes contribuyen a su elogio, es evidencia de que el sabio y denodado erudito es en realidad un papanatas que se las arregla con un puñado de lugares comunes y baraja con deleite los supuestos y equívocos que le bastan para adornarse (aunque esté impedido para identificarlos como tales, da por hecho que aquellos a quienes cautiva está más impedidos aún), una mente baldía de originalidad e ingenio, un distraído haragán que no trabaja en otra cosa que en el engrandecimiento de su presunción.

No obstante, por si no quedara claro, están los testimonios desternillantes de su hermano y de su esposa. El primero, que lo presenta como alguien que «siempre ha sido fiel a su fidelidad a sí mismo», antes que abundar sobre los frutos que el semblanteado ha dado tras una vida de mamar la «cultura clásica», prefiere extenderse en las posibles causas de la enuresis que lo aquejó al final de la infancia: «La etapa infantil», recuerda Luis Jerónimo Torres al trazar ese retrato, exigido por la grandeza de Eduardo pero facilitado por el resentimiento, «se cierra con cierta curiosa y repentina regresión a la falta de control de esfínteres, atribuida entonces por miembros de la familia a las siguientes causas: a) falta de carácter; b) capricho; c) afán de molestar; d) sobra de carácter; e) frío; f) afán de llamar la atención; g) herencia paterna; h) herencia materna; i) falta de afecto; j) imitación de otros niños; k) mimo excesivo; l) calor sofocante; m) razones desconocidas; n) exceso de bebidas refrescantes, en su caso; o) exceso de comidas irritantes, en su caso; p) temores nocturnos; q) insomnio; r) sentimiento de abandono; s) fatiga; t) agresión; u) rencor contenido; v) simple deseo; w) alergia al ambiente; x) nueva etapa anal; y) fantasía; z) todas estas causas juntas».[4]Doña Carmela, por su parte, rinde el pormenorizado recuento de la vida doméstica como una declaración aparentemente inocente que por momentos adquiere visos de desahogo y hasta de desquite: su «Lalo», el gran hombre al que se le supone (sobre todo porque él se encarga de que así sea) una existencia libresca consagrada al estudio y a la creación, en realidad es un impostor supremo, el primer encandilado por su propio brillo: «En los primeros años yo me entrometía mucho y delante de todos le decía que se dejara de cosas, que él tampoco había leído esa novela o libro, pero entonces Eduardo soltaba una carcajada como dando a entender a las visitas que yo era una bromista de marca».[5]Y aunque en su turno Luciano Zamora, el criado o secretario al que Torres prefiere llamar valet, se desentiende pronto del exordio de su patrón para mejor referir su propia vida amorosa, deja entrever el juego de simulaciones en que ambos están metidos, y que constituye la naturaleza de todo trato que sostiene Torres con la sociedad samblasense, con su círculo íntimo y consigo mismo: «…él como que notará algo raro y mirándome enojado me dirá qué te pasa muchacho cabrón, apuesto a que ya te estuviste masturbando, te vas a volver loco, y yo en lugar de decirle que sí (ya que también él tendrá razón), inventaré que estuve estudiando civismo, los símbolos patrios, o los límites de San Blas, y él hará como que se deja engañar, y cuando se marche me volverá a encerrar entre sus libros, pues insiste en que yo soy su valet-secretario y no su criado».[6]

Del título a la cuarta de forros firmada por un «Lic. Efrén Figueredo», Lo demás es silencio aprovecha con deleite las posibilidades del malentendido que tan bien supieron usufructuar Borges y Bioy Casares en las Crónicas, haciendo que los personajes interfirieran en la composición del libro de tal manera que nunca terminan por quedar claras (y al mismo tiempo son evidentes) las intenciones de cada quien. ¿Quienes encomian a Eduardo Torres lo ven en realidad en la cumbre en que se ve él mismo, o buscan hacerlo bajar de ahí con insinuaciones no siempre demasiado veladas? Por ejemplo en el problema que supone la autoría de la agria reconvención que un tal «Alirio Gutiérrez» hace al soneto «El burro de San Blas (Pero siempre hay alguien más)», cuya autoría también es un problema que dicha reconvención pone de relieve: ¿el soneto lo escribió Torres, le fue atribuido por un rival, su anónimo censor —que metió su crítica en el libro cuando éste ya estaba por imprimirse— es él mismo, y, al serlo, desmiente la posibilidad de que él haya escrito esos versos que terminan por denigrar a todos sus lectores? Es una confusión inagotable, digna de Gervasio Montenegro, aquel intruso que sabía colarse por las notas a pie de página en las imaginaciones de Bustos Domecq. Y seguramente Monterroso —a quien hemos de aceptar que corresponde toda la responsabilidad del enredo— también urdía estos laberintos muerto de risa. (Como observó Álvaro Uribe en el ensayo «Las lecciones de Monterroso», éste tuvo la perspicacia para dar vida a Eduardo Torres mediante la publicación de entregas suyas en revistas y suplementos de los años cincuenta en México: se trata, dice Uribe, del «milagro dual de introducir primero un personaje ficticio en la vida pública verdadera y rescatarlo después en un volumen con aspecto no tanto de ficción narrativa como de fragmentario estudio biográfico»[7]).

A la vista de este manual para identificar los disparates a que conduce la asunción automática de la vida literaria como algo de suyo respetabilísimo, sospecho —aunque no me extraña tanto— que hay una cierta reticencia a considerar cabalmente a su autor como un humorista antes que otra cosa. En el libro Con Augusto Monterroso en la selva literaria, que, como podrá verse, acabo de soplarme para escribir esto, me parece que no se lo llama así ni una sola vez. Uribe, en el ensayo citado, repara en que su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), «le granjeó de inmediato una indeleble fama de humorista», pero enseguida procede a asentar que ese volumen «trasciende con mucho el ejercicio ostentoso del humor», y más adelante parece deplorar la «tenaz reputación de escritor satírico»[8]que se afirmó con La oveja negra y demás fábulas. ¿Se teme que ese término mengüe su valía? Tal vez él mismo desalentaba a quienes hubieran pensado en tomarlo por tal: en la entrevista que sostiene con Ana María Jaramillo se muestra un poco fastidiado de que se insista en los aspectos irónicos de su obra, y dice de la ironía —que ha llegado a considerar «un virus de la comunicación»— que «con su mal uso se puede llegar a perder un verdadero contacto con los demás, quienes en un momento dado ya no sabrán si les estás diciendo lo que verdaderamente piensas o tomándoles el pelo».[9] (Además deja la impresión de que era un hombre de pocas pulgas, por lo menos con quienes se acercaban a hacerle preguntas: esta entrevista y la que sigue en el libro, de Mempo Giardinelli, comienzan acusándolo de que no le gustan las entrevistas). No sé: lo que sigo sospechando es que nunca terminaremos de salir de San Blas. Y así como creo que habría sido grato conocer a Monterroso, aun a pesar de sus impaciencias, imagino que a Eduardo Torres habría sido insoportable tratarlo —como no fuera para hacer lo que su inventor, es decir, constatar los extremos grotescos a que podía llegar la desmedida importancia que se daba a sí mismo. Como pasa con tantísimos otros.

 

Nota bene:

El ejemplar que tengo de Lo demás es silencio, debo reconocer, viene rotulado en la portadilla con el nombre de mi amigo David Izazaga, quien también estampó ahí la fecha «Enero 91», que ignoro si será de cuando lo compró o de cuando lo leyó. Más de veinte años habré pasado creyendo que el libro era mío, pero —acabo de percatarme— resulta que no: se lo robé a Izazaga. Sólo pienso reconocerlo si él llega a leer esto y viene a reclamarme.

 

(Publicado originalmente en la revista Tierra Adentro).

 

 

[1]«La ballena literaria de Augusto Monterroso», en Con Augusto Monterroso en la selva literaria. Ediciones del Ermitaño / Universidad Veracruzana, México, 2000, p. 228.

[2]«Miel de tigre», recogido también en Con Augusto Monterroso en la selva literaria, p. 210.

[3]Lo demás es silencio, de Augusto Monterroso. Segunda edición en Biblioteca Breve, Seix Barral, México, 1982, p. 18.

[4]Ídem, pp. 26-27.

[5]Ídem, p. 66.

[6]Ídem, pp. 32-33.

[7]En La parte ideal. UNAM / DGE Equilibrista, México, 2006, p. 91.

[8]Ídem, p. 88-89.

[9]«Veneros de la memoria», en Con Augusto Monterroso en la selva literaria, p. 142.

Notas para no llevar un diario

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Hay una sola elección verdaderamente grave en la vida: ser lector de diarios o llevar uno propio —la vida es breve, el tiempo es fugaz, de proponerse ambas cosas no alcanzaría para hacer, además, cuanto sería indispensable para que tuviera sentido llevar un diario. Como hace falta que siempre alguien esté decidiéndose por lo segundo para que lo primero sea posible, la última razón por la que se escriben diarios es que alguien los lea. Puede ocurrir, claro, que alguien opte por dedicarse a leerlos, pero en tal caso el mundo estará perdiéndose de piezas nuevas que nunca serán concebidas, y, entre ellas, quizás de alguna deslumbrante —lo cual acaso no sea tan terrible, porque nadie nunca las leería.

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La salida de la paradoja anterior sería, entonces, el diario de un lector de diarios: uno que consistiera exclusivamente en la consignación de sus lecturas. Tan admirable como tedioso, tampoco nadie lo leería.

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Pienso que estoy pensando en diarios reales, es decir, imposibles. Un diario real tendría que ser un registro pormenorizado de lo ocurrido en cada fecha del calendario desde su comienzo hasta su final. Si se salta una fecha, ya dejó de ser diario. Pero también si se salta un solo instante. Si omite un solo hecho, por ínfimo que parezca. Ese diario habría de ser irreprochablemente leal con el tiempo que le suministra su materia, sin consentirse soslayar nada, dando pareja importancia a cada segundo de cada hora de cada día que contenga. Si un diario se escribe contra el olvido, no debería prescindir de ninguna información; por lo contrario, sólo podría existir en tanto diera cabida a la aglomeración inagotable de informaciones que trae consigo cada instante. Y pienso en aquel cuentecillo sobre Tomás de Aquino, que una vez paseaba a la orilla del mar, mientras pensaba en el misterio de la Santísima Trinidad, cuando encontró a un niño que acarreaba agua a un pequeño agujero excavado en la arena. «¿Qué haces?», le preguntó. «Voy a poner el mar aquí». «¡Pero eso es imposible!», se rió el futuro santo, y el niño le replicó: «Pues lo habré conseguido antes de que tú logres entender lo que quieres entender».

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¿Y llevar, a lo largo de toda una vida, un diario que conste de una sola fecha? Un solo día, como en el Ulises. Pero en serio —en serio, quiero decir: sin literatura que estorbe el propósito.

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Sospecho que todo diario es la sublimación de la propia negligencia.

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La materia más abundante de mi diario es la interrupción. Cada fecha que he omitido fijar en él ha quedado borrada de un modo más irremediable.

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«¡Escribir una línea cada día! / Toda costumbre es haraganería». Eso anotó Bioy Casares, en alguna página de las miles que abarcan los cuadernos que fue llenando maniáticamente a lo largo de más de los últimos cincuenta años de su vida —y a la que debemos el Borges, colmo insuperable del diarismo abocado a la manifestación de un solo fenómeno, en este caso la presencia del amigo que principalmente existió para que existiera ese libro.

Hay algo que me intriga en esa vocación. Aunque el editor de Descanso de caminantes (una de las compilaciones conocidas de esa producción; las otras son el referido Borges, De jardines ajenos—fruto de espulgar las incontables citas que Bioy coleccionaba en sus cuadernos—, las cartas que el autor fue enviando a su hija Marta mientras viajaba por Europa, y un Diario de viaje por Brasil) afirma que no había indicios de que Bioy se propusiera publicar sus diarios, y aunque por ellos desfila una multitud de personajes reconocibles que protagonizan la minuciosa cotidianidad ahí entreverada con lecturas, recuerdos, invenciones, fogonazos de la intimidad conyugal, prejuicios, ensoñaciones, trivialidades de toda índole y epifanías decisivas (para el diarista y, en consecuencia, para el lector), de vez en cuando resalta —y resalta porque ocurre rara vez— una suerte de escrúpulo que impide a Bioy nombrar con todas sus letras a determinadas personas. Pasa, por ejemplo, en una entrada de octubre de 1985, referida a una amiga. «Mi tarde con J. Quiere verme. ¿Para qué?, me pregunto. ¿Para acostarse conmigo? (lo que prefiere mi vanidad) o ¿para conocer al escritor famoso? Aparece con una flor en el pelo: buen indicio, me digo». La anécdota sigue de un modo muy propio de un cuento de Bioy (de hecho, abundan las entradas que hacen pensar en que, más que diarista, el autor nunca deja de ser el narrador enfrascado en la ideación de tramas), pero lo llamativo es que a la mujer no la nombre más que con esa inicial, J. ¿Por qué? Si Bioy llevaba su diario desentendido de la posibilidad de llegar a publicarlo, ¿por qué se reservaba datos como ése? ¿Porque en realidad sabía que algún día se publicaría? (Y en el caso de J., la anécdota ciertamente era embarazosa: de haberse reconocido, esa mujer de seguro se habría avergonzado). Yo alguna vez tuve ese mismo escrúpulo, y durante una época me dio por servirme de iniciales para referirme a ciertas presencias que atravesaban mi diario. A la vuelta de unos pocos años, esa precaución únicamente me sirvió para no reconocer a nadie.

Luego de su apunte sobre la haraganería, Bioy cita a Svevo —«No hay mejor modo de llegar a escribir en serio que el de garabatear algo todos los días»—, para enseguida concluir: «Fiel a Svevo, muchísimo escribí. / Al releerme, de pena me morí».

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No es sino la vanidad lo que explica que el propio diario no cumpla el mismo destino que su tocayo, el diario al que también llamamos periódico: cada página, al día siguiente de haber sido escrita, tendría que servir cuando mucho para envolver aguacates.

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P. G. Wodehouse afirmaba que quien se asomara a su diario encontraría básicamente esto:

1 de enero: He decidido llevar un diario y anotar en él cada día los sucesos importantes e interesantes que nos ocurran a mí y a mis amigos. De esta forma tendrá una relación completa de mi vida. Será interesante leerla al cabo de los años, y tío John me dice que me forjará una útil disciplina mental.

       Día húmedo hoy. No ha ocurrido nada.

2 de enero. Día húmedo. No ha ocurrido nada.

3 de enero. Nublado aún. No ha ocurrido nada.

4 de enero. Buen tiempo. No ha ocurrido nada.

5 de enero. No ha ocurrido nada.

6 de enero. No ha ocurrido nada.

Y así hasta los veintisiete años.

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¿Un diario de todo lo que no pasó, de lo que dejó de pasar? ¿Un diario de aspiraciones irrealizadas? ¿Un diario atento a las oportunidades desperdiciadas, en el que se extendiera el prolijo negativo de los hechos?

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La célebre entrada en el diario de Kafka correspondiente a la fecha del estallido de la Primera Guerra Mundial —muy celebrada por Enrique Vila-Matas, entre otros— puede verse como una declaración de resignación ante un acontecimiento que lo sobrepasa ominosamente, como un gesto de indiferencia que algo tiene de oprobioso, o bien como una rendición tácita. Pero también cabe considerarla como una lección suprema de cordura: al conceder la misma importancia a la Historia y al sencillo presente de su día —lo que Kafka anota es: «Hoy Alemania le declaró la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación»—, ambas informaciones, evidentemente desproporcionadas, quedan sin embargo igualadas por su atención. Y de ahí lo ejemplar del caso: por la neutralidad gracias a la cual el diarista confiere la misma relevancia a lo que depende de él como a lo que no. La misma relevancia, es decir, ninguna: al fin se llega por igual al olvido. Kafka dispone de un sabio sentido de prescindencia: sabe que, como el mundo está reventando sin tomarlo en cuenta, él puede hacer otro tanto: zambullirse gozosamente en el agua, esa tarde memorable también por eso. O sobre todo por eso.

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Un diario en verdad sincero tendría que ir borrándose a medida que va siendo escrito. Una vez terminada la entrada correspondiente al día transcurrido, pulsar la tecla Delete y no dejar rastro alguno.

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A lo largo de un año, 1974, Georges Perec llevó la cuenta precisa de todo lo que comió y bebió. La suma de las cantidades de sólidos y líquidos que transitaron por su tracto digestivo durante ese tiempo parece monstruosa, como puede llegar a parecerlo toda acumulación de lo nimio que suele poblar las páginas de un diario sostenido en la necedad, en la compulsión.

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Alguien tuvo la estupenda idea de convertir a Samuel Pepys en tuitero. Casi cuatro siglos después de que fuera anotando el pormenorizado trajín de su vida como cortesano, burócrata, marido infiel, amigo dudoso, hombre de negocios arrojadizo a empresas convenencieras, súbdito medianamente crítico con la marcha del reino, editor de Newton, espectador prejuicioso y azorado de las costumbres de su tiempo, cronista de acontecimientos cuyas dimensiones estaban lejos de alcanzar, en su comprensión, las que les asignaría la historia (suya es una de las descripciones más puntuales del gran incendio de 1666, cuando se organizaban picnics en barcazas sobre el Támesis para ir a contemplar el espectáculo), los reportes que hace @samuelpepys, en tiempo real, de lo ocurrido durante 1662 acaso cuenten como la prueba mejor de que lo único verdaderamente imperecedero es la trivialidad.

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La novela Diario de un mal año, de J. M. Coetzee, cuya base es la bitácora de un amor desventurado, a destiempo y, en suma, desastroso, podría recomendarse como advertencia a quienes pretendan dar a su propio diario el fin adventicio y espurio de tenerlo por un depósito de materia prima para la creación literaria. Se puede terminar como el protagonista.

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La mejor parte de llevar un diario termina luego de elegir el soporte en que se hará. La emoción de comprar una agenda, por ejemplo, cuya obesidad, al cabo de pocas semanas, se revela imbatible, da pie a una ilusión imposible de refrendar apenas se encara la disciplina que exigen las hojas fechadas. En mi diario, cómo no, hay varias entradas en las que constan las ocasiones felices, e irrecuperables, en que compré nuevas libretas y agendas que se alinean, vacías, acumulando el polvo de mi invencible irresolución.

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Habría que preguntarse por la pertinencia de llevar un diario cuando la tecnología propicia ir llevándolo aun sin proponérselo. He descubierto, por ejemplo, que Facebook lo hace por mí. Hoy mismo me entregó la efeméride de un «acontecimiento importante», según sus algoritmos, que consistía en una foto ridícula donde se me ve, en una postura ridícula, en compañía de gente que no conozco, en un lugar que no recuerdo, haciendo no sé qué, hace justos cinco años.

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10.XI.Los hombres que anotan sus vivencias son hombres rencorosos, vengativos, cuya vanidad ha sido herida. Se aferran compulsivamente a su certificado, a sus pruebas y documentos, como Shylock. Creen en una suerte de Juicio Final. Entonces presentarán sus libros de notas. Un gesto del Creador frunciendo las cejas y señalando hacia la izquierda les recompensará. Hay que guardarse de caer en esta especie de misantropía. El realismo del último siglo revela una fe pedante en la justicia punitiva. ¿Para qué sirve si no toda esa cantidad de diarios, epistolarios y memorias anticipadas?».

Esto observó Hugo Ball. En su diario, por supuesto.

J.I. Carranza

(Publicado originalmente en la versión de Letras Libres para iPad).

Qué es una buena película

 

Hay, desde luego, una dificultad epistemológica si se trata de responder a esta pregunta sin antes hacer el deslinde entre el propio juicio y la connotación canónica del adjetivo buena: lo que a mí me parece bueno no tiene por qué significar que sea bueno para alguien más. Tenida en cuenta esa obviedad, hay que admitir otra: la respuesta que se dé podrá servir para comenzar una discusión (sabrosa quizás, o amarga probablemente: en todo caso ociosa), pero carecerá siempre de utilidad fuera del ámbito de mi propia incumbencia: yo sabré, y eso será suficiente. Por lo demás, por necia que pueda parecer, es una pregunta necesaria —lo mismo: para uno, y nada más que para uno— porque eludirla significa cancelar el desarrollo del propio criterio, y no hay quien carezca de criterio, por burdo o exquisito que éste sea. Todos sabemos qué es una buena película, aunque jamás podamos ponernos de acuerdo.

Para mí —y el hecho de que aborde la cuestión hasta este párrafo es señal de que las declaraciones de esta índole son intimidantes, pues ya se ve cómo nacen para ser rebatidas de inmediato; dicho de otro modo, porque al soltarlas uno automáticamente se pone de pechito—, una buena película es la que ya va siendo memorable antes de que se termine de verla. Uno lo intuye, o bien lo sabe ya claramente: aquello que está presenciando ha sido tan inesperado y tan fascinante que quedará en el recuerdo por mucho tiempo, o quizás para siempre. Lo inesperado y lo fascinante, en mi caso, se resuelve por lo general en la ocurrencia de una conmoción: esos momentos en que quedo con la boca abierta, radicalmente feliz o radicalmente desdichado, sin poder creer lo que estoy viendo y sin embargo creyéndolo por completo —quiero decir: entregado del todo a lo que sucede en la pantalla, omitido así del mundo que hay fuera de ella, y a la vez atónito porque eso que me pasa esté pasándome.

Una buena película, entonces, es la que me ha conmovido de un modo imborrable, y si ello se refrenda la siguiente vez que la vea, y todas las otras veces que la vea, es seguro que no me equivoqué. Doy dos ejemplos —y aquí quedo al borde del precipicio de la polémica, pero soy muy inepto para estos desafíos y no voy a dar el salto—, procedentes de mis dos películas favoritas (y que no sólo son buenas, sino las mejores del universo). Uno tiene lugar cuando Sam AceRothstein (Robert De Niro) descubre, al otro lado de la mesa de los dados, en el hotel de Las Vegas que regentea, a Ginger McKenna (Sharon Stone), y la visión condensa la maravilla y la atrocidad que el encuentro representará en las vidas de ambos. El otro momento es aquel en que Aurelio Gómez (Julio Aldama), luego de haber probado suerte en la vida citadina que debía ser la suya —pues de allá venía, allá tenía que regresar, pero fracasó y renunció a ella—, vuelve a su vida de capitán de bote pesquero, y a los amigos, y al auténtico amor, y al café fresco y a la brisa del mar, y da una palmada sobre un tiburón tirado en el muelle y con una risotada le avisa: «¡Ya estoy aquí, desgraciado!». ¿Qué es una buena película? Una película en la que me pase lo que siempre me pasa cuando veo Casino (Martin Scorsese, 1995) y cuando veo Tiburoneros (Luis Alcoriza, 1963). Y nada menos.

 

(Publicado originalmente en Cinexcepción).

Corea del Sur vs. la Navidad

Nadie piensa en Corea del Sur. Todo mundo cree que el siguiente mandarriazo vendrá de los rusos, de los chinos, ya no se diga de los gringos, de cualquier potencia real o imaginaria ante la cual tarde o temprano nos veremos sometidos. Puestos a temer amenazas, primero pensamos en los marcianos antes que en los apacibles habitantes del sur de la península dividida, y si el gentilicio llega a estar precedido por algún adjetivo intimidante, automáticamente damos por hecho que se trata de la mitad del norte, con su amado líder del peinado intrépido: si hay que temer a los coreanos, será a los que tienen misiles y arman tablas gimnásticas de doscientos mil cabrones. Pero no: ni norteños ni misiles: son los del sur, con sus lavadoras, contra los que hay que prevenirse.

Pasó esto: acaso porque aún quedaban rescoldos de la gratitud nacional que le profesamos a Corea cuando el Mundial (¿no hasta fuimos a mantear al cónsul al grito de «Coreano, hermano, ya eres mexicano»?), aunque más bien porque juzgamos que era la compra más inteligente (porque salía barata, porque se veía poderosa, con sus foquitos y sus pitidos y su recia carrocería color grafito), pagamos la lavadora contentos, y más contentos la vimos llegar en la troca donde la traían Balón y Balín, que así vamos a llamar a los diligentes cargadores que hicieron la entrega. La subieron —sudando y pujando de más, yo digo, pues bien que cupo por el elevador—, la desempacaron con primor, la conectaron, Balón pulsó con sus deditos rollizos los botones indicados —elegante, diestro, sabedor de lo que hacía—, mientras Balín me hacía firmar el papel donde constaba mi entera satisfacción. Todo fue ejemplar y grato: en tal medida que tanto Balín como Balón casi nos abrazan al despedirse —si bien la razón de esa efusión debió de ser la propina pingüe que tuve a bien asignarles, y es que es tiempo de Navidad, es cuando hay que dar propinas que costeen, si ustedes se ven en ésas no sean díscolos y móchense con la gente, que este país no acabe de desbarrancarse depende de cuánto nos hagamos paros así unos a otros, no se atengan a las supuestas transformaciones y refundaciones y demás zarandajas y supercherías, aráñenle unos pesitos al aguinaldo para que el mesero o el cerillo del súper o el del agua o la seño que trapea tengan siquiera esa alegría, no la chinguen. Balón y Balín se fueron, pues, alborozados y cantando, y en casa quedó ya instalada y rugiendo esa emisaria de la lejana Corea del Sur con sus foquitos fingidores y taimados, como no tardaríamos en descubrir.

Pues enseguida pasó esto otro: antes de que Balín y Balón estuvieran a dos cuadras, ya queríamos que la coreana empezara a desquitar, lavando, ¿qué? ¡Un edredón! ¡Claro, si para eso la queríamos! Porque, en la tienda, tres días antes, nos habíamos puesto a echar cuentas: con lo que nos gastamos en mandar lavar los edredones a lo largo de un año, la coreana iba a pagarse solita, la cabrona. ¡Negociazo! ¿No? De manera que el edredón fue volando desde una cama a su tina, foquitos por aquí, pitidos por allá, el agua empezó a fluir… ¿Y de qué nos dimos cuenta entonces?

De que le faltaba una pieza.

La cajita pendeja donde se le echa el jabón, amén del Suavitel. O, en su defecto, el Vel Rosita.

En algún despacho siniestro de la alta tecnocracia surcoreana debían de estar, en ese momento, cuatro o cinco individuos de trajes color grafito y cerúleos cutis y lentes de fondo de botella, sonriendo triunfalmente, bien enterados ya (la lavadora seguro traerá algún chip que les avise por medio de una red satelital) de cómo nos habían saboteado la Navidad. Porque el tema es ése, ni quién lo dude: el plan perverso que la potencia asiática ha puesto en marcha consiste en minar todas nuestras ilusiones, primero, para luego esclavizarnos, y para ello han retirado, con todo cálculo, piezas claves de los electrodomésticos con que la pérfida industria de dicha potencia tiene tiempo ya colonizándonos —a saber con qué fines, pero peores, desde luego, que los que anuncian las tablas gimnásticas colosales de Kim Jong-un.

Volteamos la cajota, escarbamos entre los bloques de unicel y rehicimos el camino de Balón y Balín, volteamos la casa, les llamamos a Balón y a Balín, qué gusto les dio, quizás se imaginaron que los íbamos a invitar a cenar en Nochebuena, no fueron capaces de imaginar qué habría pasado con la puta cajita para el jabón y el suavizante, se afligieron, volteamos la casa otra vez, y otra vez la cajota.

Y llamamos a la tienda.

No nos contestaron.

Nos conectamos a un chat de servicio al cliente en el sitio webde la tienda. Nos dijeron que fuéramos a la tienda.

Y fuimos, tres días después. O sea hoy. Fuimos, sobrará decirlo, con temor y temblor. Conscientes de que yo había estampado mi jactanciosa firma en el documento que acreditaba mi entera satisfacción. «Oiga», nos veíamos diciéndole al vendedor, «pues no venía la cajita». Y nos veíamos peleando con él, peleando con la tienda entera, peleando con Corea del Sur. O suplicando, a lo largo de días y semanas (la Navidad ya habría pasado y nosotros la habríamos visto pasar desde nuestro desconsuelo y nuestra impotencia). Y veíamos también al vendedor, desdeñoso y cruel, ya burlándose de nosotros, ya ignorándonos, ya corriéndonos. O, en el menos peor de los casos, proponiéndonos lo que seguramente manda el protocolo en estas situaciones: enviaría a Balón y a Balín, luego de que hubieran terminado de hacer sus interminables repartos de la temporada, a recoger la lavadora para que, al cabo de quién sabe cuánto tiempo más, pudieran reponérnosla. Quizás hasta iba a decirnos que tendríamos que esperar a que llegara un nuevo barco desde Corea. Imaginábamos que, de cualquier modo, el proceso sería tortuoso, afligente, y que, mientras tanto, el edredón seguiría puerco, y tendríamos que irnos a lavar al menos los calzones y los calcetines a un río, pues la lavadora que teníamos antes ya había enloquecido tiempo atrás (por eso compramos una nueva), y ya, desconectada e inservible, nos veía con rencor desde el rincón donde la pusimos a esperar que vengan los del Padre Cuéllar a llevársela. Corea del Sur nos había bombardeado con su lavadora incompleta. Y así llegamos a la tienda, y así nos acercamos al vendedor, que, para nuestro estupor y nuestra gratitud infinita (más que la que México entero le tuvo a Corea del Sur cuando eliminó a Alemania y nos dejó pasar a octavos), hizo lo impensable:

—Buenas. Hace una semana vinimos a comprar una lavad…

—¡Claro, me acuerdo bien!

—Pues fíjese que no venía la cajita del detergente.

—¿Cómo?

(Explicación sucinta del descubrimiento, descripción de Balón y Balín y de lo que hicieron. Íbamos armados con el instructivo de la lavadora, y con un arsenal de fotos, y con capturas de pantalla, en el celular, del sitio webde la aviesa marca surcoreana, y números de serie, y etcétera).

—¿Y cuál era?

—La que está allá —señalamos la que tienen en exhibición, y nos acercamos a ella.

—Mire, traemos el manual, y le sacamos unas fot… —quiso decirle Verónica.

—No hace falta, señora, le creo —sonrió el hombre por primera vez.

—Esa cajita, esa cajita, esa cajita —balbuceaba yo, lívido y babeante, ante la majestad hierática con que el vendedor abrió la tapa y extrajo la cajita.

No diré que no vi algún gesto de contrariedad, pero mezclada con cierta compasión, en el vendedor: mi «entera satisfacción» había sido una pendejada, no debí haber recibido la lavadora así. También pudo ser que la contrariedad dicha estuviera alimentada por lo que el vendedor vio venir: tendría que reportar el desaguisado, seguramente intervendría un supervisor suyo (y supuse que se trataría de un supervisor que odiaría: porque sería más joven que él, o bien un imbécil, y no quería, el vendedor, verse en el trance de informarlo de la pendejada que había hecho un cliente, y además es Navidad, y la tienda estaba atestada, y para qué meterse en líos innecesarios, y maldita la hora en que empezamos a depender a tal grado de los electrodomésticos coreanos, si Corea del Sur está encarrerada en podrirnos así las vidas, con sus aparatos incompletos, y qué diablos). Pero la contrariedad quedó borrada por la magnanimidad más insospechable, y también por esa forma suprema de sabiduría que, en situaciones de apuro, sabe ser la mera sensatez.

—Tenga —le extendió la cajita a Verónica—. Métala a su bolso. Si le preguntan a la salida, dígales que ya la traía.

Lo único que me pesa es no haberlo abrazado ahí mismo, y, más, no haberle dado una propina. No supe hacerlo, pero pienso que, si lo hubiera intentado, las cámaras que los coreanos seguramente tienen instaladas para espiarnos mientras compramos sus porquerías en esa tienda habrían interpretado el gesto como una prueba flagrante de cohecho, nos acusarían de espionaje o de terrorismo, y quizás en estos momentos ya estaríamos volando en una aeronave fletada por la cancillería coreana rumbo a una prisión de extrema seguridad a quinientos kilómetros de Seúl, peor sin duda que las que se le achacan a la vecina República Popular Democrática.

No sé si el vendedor nos vio salir, ateridos y al borde de las lágrimas (de angustia porque no nos cacharan, pero también de felicidad), pero, si nos vio, vio también los brincos que pudimos dar al dejar atrás las puertas de la tienda. Y mi corazón está pleno con la certeza de que esa felicidad también fue suya, del vendedor, porque él la hizo para regalárnosla. Junto con la puta cajita.

En tu cara, Corea del Sur. Fracasaste esta vez.

J.I. Carranza

La optimista

Muy premiada, y bien recibida en general por el público, la serie Parks & Recreations se transmitió por televisión de 2009 a 2015. Durante sus siete temporadas, cuenta la historia de Leslie Knope, funcionaria del ayuntamiento de una pequeña ciudad, al principio subdirectora del departamento del título y luego política que hace carrera, ganando la competencia electoral por un puesto de regidora (su rival es hijo del rico del pueblo: un tarado). Es defenestrada después por el repudio de la población, vuelve a su antigua chamba, pero sus aspiraciones la llevan a encabezar una oficina del gobierno federal, y esta trayectoria va entreverada con los vaivenes de su vida personal y de las de sus compañeros de trabajo.

He estado viendo esta serie —o me entretengo con cosas así o con los desfiguros de las campañas en curso, y, bueno, no hay que pensárselo mucho— y la encuentro admirable y ejemplar. Lo primero, por el genio de Amy Poehler, protagonista y productora, y de sus escritores, que lograron una proeza: encontrar divertidísima la burocracia. Lo segundo, porque de la conducta del personaje de Poehler pueden desprenderse algunas reflexiones bastante serias, creo yo. Para empezar, se trata de una funcionaria responsable y diligente (a veces hasta la manía), y escrupulosamente honrada, para quien nada es más importante que el bien de los ciudadanos a los que sirve. Es decir, es una funcionaria imposible. O bien, como en cierta medida la ven cuantos la rodean, una lunática. Quiere trabajar, que las leyes se cumplan, que haya justicia, prosperidad para todos, y la persecución de sus ideales la mete en embrollos de los que consigue salir airosa. Es una optimista radical, comprometida a combatir la realidad que los gobernantes viles y los gobernados indolentes o convenencieros le oponen todo el tiempo. Es conmovedora.

La política, para Knope, es el medio para hacer un mundo mejor. Más o menos lo logra, pues, después de todo, se trata de una ficción. La serie surgió cuando el triunfo de Obama emocionaba a muchos —y qué gigantescas decepciones empezaron a incubarse entonces. Hoy, en Estados Unidos o aquí (y quizás sobre todo aquí), ¿a quién puede ocurrírsele semejante disparate?

 

J. I. Carranza

Mural, 17 de mayo de 2018

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