Me ha pasado dos veces en un lapso de, aproximadamente, tres meses. Tal frecuencia es escandalosa, opino.

La primera vez me pasó por pendejo y la segunda vez me pasó por pendejo.

Éste es el cuadro: pido un café para llevar, me es servido con toda diligencia, ya estoy saboreándomelo, lo endulzo con primor —lo siento: soy de los que edulcoran el recio brebaje, a despecho de las admoniciones pedantes de sibaritas que hallan deleitoso el amargor—, bato con pajilla si las hay, y, si no, con una cucharita, y al momento de colocar la tapa —son vasos de cartón, se supone que han de embonarles las tapas de plástico tan bien que uno no se queme los dedos al tomar camino, si bien el agujerito de las tapas siempre deja escapar algunas gotas que escuecen las yemas… y ¡ojo!, dicho sea de paso, tal agujerito es conveniente usarlo con precaución llegado el momento de dar el primer sorbo, si no quiere uno quemarse el hocico—…

Al momento de colocar la tapa, ¡mierda!, vuelco el vaso y hago un charco ardiente y de inmediato inmundo sobre la barra, todo chorrea y por todos lados, y pasado el instante de pasmo —sostengo la tapa inútil y presencio el tsunami enloquecido, trato quizás de levantar el vaso pero en vano: ya dejó ir hasta la última gota del café que me saboreaba y desde luego había pagado: alrededor de veintiocho pesos vueltos un lodo lamentable ya que el escurrimiento va jalando el charco hasta el piso—, ya que la marcha cruel del mundo se reanuda y estoy manoteando con las primeras servilletas a mi alcance y los circunstantes que podrían verse salpicados se alejan de mi desastre y el charco sobre la barra y el charco en el piso no hacen sino crecer y arrasar con las reservas de dignidad que pudieron haberme hecho levantarme esa mañana en que no preví lo que se avecinaba llegada la hora fatal de ir a comprarme un café, se me revuelven dos sentimientos (o bien tres), parejos en lo muy apropiados que son para experimentarlos en situación semejante: uno, la desdicha de haberme quedado sin el rico café que ya no me espera en el horizonte hostil de esa tarde aborrecida; dos, la vergüenza poderosa que me lleva a pedir «un trapito» para tratar de erradicar la conflagración asquerosa que causé; tres, la autoincriminación —pues si me pasó eso fue por pendejo, no porque el vaso o la tapa estuvieran mal hechos, ni tampoco por ninguna otra razón atribuible a nada que no fuera mi inoperancia como tapador de vasos de café para llevar.

Despojado, avergonzado y odiándome intensamente —por pendejo—, en ambas ocasiones hube, sin embargo, de presenciar el mismo prodigio, un acceso directo a la renovación de mi fe en la humanidad (no tanto en la mía, pues nada me asegura, lo pienso ahora, que más temprano o más tarde no vuelva a pasarme lo mismo que esas dos veces, tirar el café recién comprado, por pendejo y nada más que por pendejo). El dependiente, la primera vez, un muchacho que hasta entonces habría tenido por huraño, y luego ya nunca, y la dependiente, la segunda vez, una muchacha que si bien no era huraña tampoco me habría parecido un dechado de bonhomía, me dijeron, una vez y otra: «No se preocupe: déjelo, yo limpio», y acto seguido ya estaban preparándome otra vez un café, y extendiéndoselo de nuevo a mis pendejos dedos, y al preguntarles en cada ocasión cuánto les debía, respondieron —y resplandecían—: «No, no es nada, no se preocupe» (otra vez «no se preocupe», consolándome y alentándome, y cómo no voy a preocuparme, si tan dado soy a aceptar cómo el mundo está podrido y ellos vienen a demostrarme qué equivocado estoy: ¿qué va a ser, con gente así como ellos, de los roñosos que vamos por la vida convencidos de que los semejantes sólo podrían darnos más y más motivos para nuestras tirrias ridículas y nuestra ansia de lo calamitoso en cada trato con ellos?).

JIC